Cuando pensamos en la palabra adicción, inmediatamente nos vienen a la mente ideas sobre cualquier persona, quizás cercana, que tiene algún tipo de problema con alguna sustancia como la marihuana, la cocaína, la heroína, el alcohol… Posiblemente incluso evoquemos el problema de tabaquismo de alguna persona próxima o el nuestro propio. Sí, ciertamente en el mundo que vivimos, es muy sencillo pensar en ese tipo de adicciones.
Y las adicciones, cualesquiera que sean, nos sirven para evadir, para negar, para no aceptar la vida que tenemos en frente, para no percibir una realidad que de alguna manera nos parece dolorosa, y encerrarnos en un mundo que promete placer, lejos del sufrimiento y el constante pensar sobre las cosas que nos desagradan de la vida que tenemos.
Pero hay otras adicciones, más sutiles, o no necesariamente más sutiles, sino validadas por nuestra conserva cultural, incluso más que el cigarrillo o el alcohol, porque esas adicciones significan éxito o moralidad apropiada, entre otras cosas. Estoy hablando de la adicción al trabajo, a la pareja, a las posesiones materiales, a la religión, a la política, al conocimiento, a los problemas de otros, a los problemas propios (victimización), a la internet, al celular, a los videojuegos, etc. En realidad, una adicción es cualquier cosa que nos enajena, que nos distrae, que nos ayuda a no establecer una conexión con nosotros mismos, con nuestras reales necesidades y deseos.
Y de esas adicciones, la verdad, está llena nuestra vida moderna; donde estamos rodeados de un conjunto de cosas que no necesitamos, pero “imprescindibles” para nuestra vida, y cada día es más difícil percibir que es lo realmente esencial, lo que ciertamente necesitamos para vivir; y no un conjunto de cosas, actividades, rituales, que nos alejan profundamente del ser que somos.
El primer paso para trabajar con esas adicciones es exactamente el mismo que emplean los grupos de Alcohólicos Anónimos, Narcóticos Anónimos, o cualquier grupo de trabajo anónimo de adicciones: “Admitimos que éramos impotentes ante nuestra adicción, que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables”. Este paso, para el trabajo en grupo, significa varias cosas, entre las cuales está admitir que esa adicción nos controla, nos hace de alguna manera impotentes ante nuestra vida. Hemos deformado nuestra mente hasta tener una obsesión por nuestra adicción tan destructiva, que sólo un esfuerzo importante (los grupos en general hablan de un “acto de la Providencia”) podría librarnos de ella.
En el pabellón de los dioses olímpicos, Dionisos es el dios de la embriaguez divina –de hecho a él se le debe en los mitos la creación del vino- y del amor encendido, así como también es el perseguido, el que sufre y muere un poco. Todos los que le acompañan y son embriagados por su placer, de algún modo deben también compartir su tragedia. Uno de los mitos de su nacimiento dicen que es hijo de Zeus y Semele, quien era hija de Cadmo, rey de Tebas, y de Harmonía. Cierto día, a causa de la instigación de Hera –quien es la esposa de Zeus, y sentía celos de este hijo natural que su marido tuvo con Semele- fue despedazado por los Titanes. Atenea, que estaba en la comida que luego hicieron los Titanes con los pedazos del dios, salvo el corazón de Dionisos, introduciéndolo en un cesto cubierto. Zeus luego se hizo cargo de dicho cesto, fulminó a los Titanes y de esas cenizas titánicas, junto con partículas dionisíacas y mezcladas con la tierra, dio origen a la especie humana. Así, el mito da cuenta de lo dionisíaco, de lo instintivo y terrenal de los hombres.
Con todo, Dionisos tiene un aspecto moderado y prudente, necesario para el hombre. Él mismo dice: “No preparo para la gente sensata más que tres vasijas: una de salud que beben de primer término, la segunda de amor y placer, y la tercera, de sueño. Después de haber vaciado esta tercera, los prudentes se van a acostar”. A partir de la cuarta vasija, se pierde el orden y el comedimiento, y entra en escena otro Dionisos, el desenfrenado y loco. En todo caso, Dionisos significa locura, no entendida como patología, sino como una sana compañera de vida. En este aspecto, simboliza la catarsis y liberación.
Este mito nos da cuenta de la importancia de los placeres desde lo humano, del disfrute y la desinhibición de lo interno a partir de la conexión con el dios, pero siempre manteniendo la conciencia del límite, del no transgredir fronteras que nos llevan a la locura y a alejarnos del proceso de hacer alma. Cuando Dionisos aparece, hay turbulencia, caos, transformación. Lo profundo se abre y aparecen simultáneamente lo creativo y lo destructivo, con placeres, desenfreno y terror. La imagen inocente de un mundo lleno de rutina y cotidianidad se derrumba, trayendo otras verdades, que brindan quizás liberación, renovación, aprendizaje, alegría; pero también quizás locura.
Este es el aspecto importante a comprender desde nuestras adicciones; si logramos dar cuenta de ellas, finalmente tenemos una hermosa oportunidad de transformación, de cambio, de mejora… una maravillosa oportunidad de mirar hacia nuestro interior, comprendiendo por fin, de lo que queríamos ocultar con esas adicciones. Si logramos conectarnos con este proceso, habremos hecho un trabajo de toma de conciencia importante en nuestra vida.
La otra posibilidad es permanecer enajenados, llenándonos de responsabilidades laborales, por ejemplo, mientras nuestra pareja nos implora atención, tiempo, cuidado; y nosotros encerrándonos cada vez más y más en nuestra cotidianidad, enarbolando la bandera de responsabilidad como excusa oportuna para nuestra ceguera. O quizás ensimismadas en nuestra labor de madre, olvidando el rol de esposas que también adquirimos, pero que no deseamos asumir, por cualquier razón que igualmente nos negamos a reconocer.
Esta es mi invitación, a aceptar nuestras adicciones, lo dionisíaco que ellas traen, y a hacer alma una vez más, tomando conciencia paso a paso, día a día…
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