Tener fobias en el pasado era peligroso. No sólo por las malas y obvias consecuencias para quien las sufría. La sociedad y la religión no eran antiguamente con las personas aquejadas de trastornos mentales tan comprensivas como puedan serlo ahora.
Para muchas religiones de la antigüedad, el enfermo mental era considerado maldecido por el dios a que obedeciera tal cultura. Se consideraba a los enfermos mentales pecadores y así, podemos imaginarnos que su situación personal y social solía ser lamentable.
Durante los primeros años del siglo XIX, el término enfermedad mental se difundió por primera vez. Fue entonces cuando las personas empezaron a entender que los males de la mente obedecían a enfermedades. Bien es cierto que esta compresión no siempre se daba. A este respecto, todavía es frecuente que algunas personas sientan más vergüenza de decir que acuden al psiquiatra que, por ejemplo, a un dermatólogo o a un ginecólogo.
Todos tenemos fobias en algún momento de nuestra vida. Si antes era necesario ocultarlas porque no quedaba más remedio, ahora debe ser necesario reconocerlas, identificarlas y combatirlas… eso si causan problemas en la vida, si interfieren, por así decirlo, en nuestra felicidad y bienestar. Si no, quizá lo mejor sea convivir con ellas y así, poco a poco, irán desapareciendo.
Comprobar obsesivamente la llave del gas o si se ha dejado la puerta del garaje bien cerrada, pueden ser detalles que deriven en situaciones más incontrolables. Todos tenemos fobias, absolutamente todos, pero a veces no las reconocemos. Todos tenemos fobias aunque siempre solemos fijarnos en las de los demás.
El desempleo, la muerte de un familiar, o, simplemente, el desagradable calor del verano, pueden desencadenar males psicológicos y fobias de los que nadie se libra. O casi nadie. Por eso quien tache a otra persona de loca o desequilibrada, debe saber que la frontera entre la locura y la cordura es más estrecha y frágil de lo que parece.
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