Un típico comportamiento humano es el de buscar culpables de los propios errores, o de las cosas que no dan el resultado que queremos, en factores externos a uno mismo. Culpamos a otras personas, al tiempo, al signo del zodíaco, a nuestra (mala) suerte, etc., en vez de intentar darnos cuenta de la participación que tenemos en lo que sucedió.
Muchas personas son incapaces de aceptar que cometieron un error. O que no supieron cómo hacer algo. Es mejor acusar a otra persona, decir que no pudieron hacer lo que nosotros queríamos por incompetencia, falta de dedicación, por la razón que sea, en vez de reconocer que, simplemente, las cosas a veces no salen como deseamos. O, aún más, que no pudimos o no supimos actuar de la manera correcta para alcanzar el objetivo que deseábamos.
Es muy cómodo atribuirle a terceros que las cosas no hayan salido como buscábamos. ¡Vaya excusa! Esto nos da cierto matiz de seguridad, ya que nos deslinda de toda responsabilidad sobre los acontecimientos desagradables de nuestra vida. Negamos la realidad. Mis aciertos son míos, los desaciertos ¡no me corresponden! Son por culpa de los otros. Proyectamos nuestra infelicidad en los demás, en lugar de tomar medidas para hacer cambios que, obviamente, nos darán mejores resultados.
“Cuando decidimos no echar la culpa -dice Mípham Rímpoche, maestro budista-, el mundo se abre. Comenzamos a apreciar las idiosincrasias de la vida. Tenemos más imaginación y nos volvemos más capaces de descubrir cómo avanzar con creatividad.”
Cuando uno se acostumbra a atribuirle a terceros el fracaso propio, se termina viviendo en una situación bastante negativa: de algún modo, uno cede el dominio sobre la propia existencia a otros, cuya consecuencia es que seamos incapaces de tomar acciones para subsanar desaciertos y tener una mejor calidad de vida. Si somos incapaces de reconocer los errores propios, ¡no contaremos con la posibilidad de enmendarlos!
Por el contrario, si decimos, por ejemplo, “No solo llegue tarde al trabajo porque el taxista manejó despacio, también debería haber salido antes”, habremos dado el primer paso, crucial, para salir del estancamiento. Podremos tomar una acción correctiva para que lo que causó nuestra insatisfacción no se reitere. La autodefensa y la falsa sensación de libertad generadas por echar las culpas hacia afuera dificultan el llegar a un terreno agradable y positivo, solo provocan sentimientos amargos… ¡hasta de culpa!
Buscar la solución dentro de uno mismo es la actitud más sana que podemos adoptar. Si nos abocamos a esto, tendremos la excelente posibilidad de cambiar comportamientos y, por ende, obtener otros resultados. No volverán a provocarse situaciones similares y ya no precisaremos acusar a otras personas por nuestras dificultades o desaciertos.
Algunas veces tomamos decisiones o realizamos acciones que causan un conflicto. Si no asumimos nuestra responsabilidad y acusamos a otros, el conflicto empeorará, ya que ponerse en el rol de víctima implica, por consiguiente, un cambio de roles en los demás, con resultados inciertos. Con una base tan negativa, no hay manera que nos sintamos verdaderamente conformes con el resultado que obtengamos.
Asimismo, echar la culpa genera un conflicto, ya que consideramos como “errores” a las acciones de los demás. Si ellos no hubieran dicho (o hecho) algo en especial, no estaríamos pasando por las tribulaciones que tanto nos afectan. Conviene tener en cuenta que en los conflictos, todas las partes involucradas suelen tener una parte de la responsabilidad y, de aceptarlo, nuevamente abriremos otra puerta al cambio y a la mejora personal, emocional y espiritual.
Los conflictos en los que se involucra a otra gente suelen comenzar adentro, o sea, son intrapersonales, y luego salen a la luz. La gente a veces hace las cosas a nuestro agrado, y otras, no. Eso no implica que tengamos que culparlos por todo (o casi todo) lo que han provocado. En muchas oportunidades, nuestros amigos, familiares o compañeros de trabajo saben más que nosotros. Tienen talentos distintos. Brillan con luz propia. Eso no implica que seamos menos inteligentes o incompetentes.
Nosotros y ellos tenemos el derecho a equivocarnos como seres falibles que somos por nuestra condición de humanos. En nuestra vida se sucederán éxitos, fracasos, desperfectos, inseguridades, aciertos. Algunas personas ya tienen instalado el hábito de negar las faltas propias y culpar a todos por lo malo que les sucede… ¡por suerte los hábitos pueden cambiarse!
Aunque a primera vista parece aparente la comodidad de atribuir a situaciones externas o a otras personas la causa de nuestra insatisfacción, a la larga, resulta mucho más cómodo asumir que podemos cometer errores. ¡Es tan útil y relajado aceptar que, así como otros hacen las cosas mal algunas veces, nosotros también lo hacemos!
Tal vez veamos en otros aptitudes o cualidades que nosotros no tenemos. Todos somos seres únicos y distintos y, nuevamente, aceptar la inteligencia e incluso la mayor capacidad de una persona en cierto ámbito, no implica que nosotros seamos menos (salvo, claro está, que estemos desligando nuestras obligaciones y asignándolas a otros para disimular nuestra baja autoestima e inseguridad).
Asimismo, no aceptemos que otros nos pidan estándares de perfección ni que nos echen la culpa por situaciones por las que no estamos obligados a responder. Esto nos permitirá ejercitarnos en el sano hábito de que cada persona asuma sus propias responsabilidades – ¡un hábito positivo para adoptar!
Examinar una situación con el filtro de un falso orgullo no nos lleva por buen camino. Que otros se destaquen en cierto punto y nosotros no, traerá aparejada, como reacción lógica, que en otro momento la rueda gire y seamos nosotros quienes descollemos. Lo que, a las claras, indica que estaremos un paso más cerca de alcanzar el objetivo soñado.
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