Autosugestión
Si no es ahora
¿ Cuándo se pierde el juicio ?
( León Felipe )
El doctor Olmedo llegó con retraso a la Clínica. Cruzó veloz la Recepción, la Sala de Visitas; procuró ser amable con los colegas y enfermeras de turno pero el largo taconeo de sus pasos traicionaba esa formalidad. Estaba preocupado. No tanto por esta lluvia, típica que embrutecía los semáforos; no tanto por la sensación (infantil, desde luego) producida por los relámpagos o el estrépito retumbante de los truenos sino porque ese clima no era saludable para sus enfermos.
"Uno debiera acostumbrarse" - pensó. Sin embargo, él no lo conseguía ; no lograba tratarlos como números, sólo útiles a efectos estadísticos. Era un científico al servicio de los hombres; dotado de un espléndido patrimonio terapéutico, se debía a ellos. Merced a esta forma de pensar y actuar había logrado éxitos fulminantes en pacientes desahuciados por tantos inútiles con diploma. Tal era así que hasta la prestigiosa Academia - con todo y su necedad - hubo de distinguir y premiar sus estudios.
"Así debiera ser siempre " - estimó, mientras atravesaba con paso castrense el último pasillo.
Maldiciendo para sus adentros al trafico y la lluvia, abrió la puerta de su consultorio.
Armando no se volvió.
" Despacio, suave, afectuoso " - dijo algo dentro del cerebro del doctor Olmedo al distinguir al doliente, colosal rastreador de sombras, sentado en un rincón, las manos en las rodillas y ese abandono en sus ojos de felino emboscado.
Buenos días, Armando - saludó como al descuido.
Algo en su cerebro dijo: " alerta ".
Se sentó en la silla de los enfermos. Como siempre que Armando llegaba primero a su despacho, el doctor Olmedo sabía que el sillón era - durante el transcurso de la entrevista - propiedad exclusiva del muchacho. Al no obtener respuesta repitió, con suavidad:
Buenos días, Armando.
Doctor, tengo que contarle algo muy triste.
Las manos eran dos gatos, desgastando y restregándose las rodillas agudas, el pantalón nervioso y aturdido. El cielo se partió en alguna parte y una invocación nocturna tembló la piel del doctor Olmedo; hizo como el que revisaba unos papeles e intentó desviar el tema:
No tenía previsto encontrarte aquí; justamente venía pensando en ir a saludarte y ganarte una partida de ajedrez. Creyó ver una mueca en el rostro de Armando, pero sólo fue una anhelo.
Doctor - respondió éste - ¿ cuánto tiempo “llevaba” yo en la clínica ?
“¡Cuidado! dijo el cerebro del doctor Olmedo- llevaba... llevaba... ¡ cuidado... cuidado...!”
Déjame ver... te he ganado ¿ qué serán ? ... unas cien partidas de ajedrez y unas, más o menos, treinta y seis de dama ; así que ... déjame ver : ¿ dos años ?
Más cerca esta vez un resplandor buscó colarse entre los pliegues de las cortinas. El doctor recordó - gracias a ese escaso lapso zigzagueante, pavor de niño - la internación, los primeros Valium, los segundos electroshocks, la autosugestión, los paseos por el jardín; las primeras reacciones violentas, las últimas atenuadas.
Debe ser así, si Ud. lo dice - replicó Armando, con apatía.
Óyeme, Armando, tu no has venido a verme sólo para preguntar algo que sabes tan bien como yo; ¿ qué ocurre esta vez ? ¿Alguna queja en particular ? ¿ Alguien pretende hacerte daño ?
Doctor - dijo la voz.
" ¡ Cuidado ! "-. dijo la mente.
Doctor, acabo de suicidarme - dijo la voz.
" Eso era "-. dijo la mente.
A ver, cuéntame cómo estuvo ese asunto.
Pues verá: anoche, después de cenar, tomé un café con Sarita... ya sabe, mi enfermera. Vimos un rato de televisión y jugamos dos partidas de cartas; ¡le gané, claro!. Finalmente pasamos a la sala de musicoreta... de musicatepa...
Músico-terapia.
Y escuchamos a Louis Armstrong . Doctor : nunca ese negro había estado tan magnífico... Varias veces me contó su pleito con el Dios, de cómo él no creía que el Otro guiara sus notas o sus dedos y bueno ... eh ... a eso de las ... no sé qué hora pero ya tarde, entré a mi habitación y me vi.
El doctor Olmedo, facultativo, escribía rápidos garabatos en un cuaderno de tapa azul.
Dices que te suicidaste; ¿ cómo ? ¿ Por qué ?
Y aunque su voz preguntaba, la atención del doctor Olmedo apuntaba - esta vez sí para la estadística -: " el interno prepara una nueva versión persecutoria que deberá ser categóricamente distinta a las anteriores a fin de reafirmar su necesidad paranoica como baluarte subconsciente frente a la angustia provocada por un sí mismo desconocido y por lo mismo aterrador
Una vez - contó Armando - encontré, en el taller de las canastas, una hojita de afeitar; sucia, pobre, herrumbrosa, partida en dos, la levanté del suelo porque la sentí tan sola entre tanta y tanta tierra, la vi tan deshonrada por su insignificancia que la llevé a mi cuarto.
Tu sabes que eso está prohibido - dijo, suave, la voz del doctor. Pero anotó: "... el paciente elige un objeto peligroso a fin de otorgar verosimilitud a su propia creencia interna sabiendo, inconscientemente, que ello no puede ser verídico dado lo estricto de las reglamentaciones del Centro de Internación en que se encuentra".
Bien, bien... por esta vez pase, no diré nada - y estuvo tentado a agregar "de tu embuste"; vayamos a lo del suicidio. Es mi obligación decirte que no puedo pensar que hayas cometido una autoagresión si estás aquí contándomelo.
La limpié por días y días y días, hasta que quedó casi blanca; un centelleo brotaba en cada sol y su fulgor parecía hablarme, agradecerme.
"Deseo de gratificación compulsiva" anotó del doctor Olmedo.
Sabía que estaba prohibido pero la escondí en la costura de una camisa en desuso - continuaba, y sus manos eran dos gatos sobando y sobándose las rodillas agudas.
Era mi secreto; ayer, después de la charla con el Armstrong, fui a verla y allí estaba: pequeña y sola, partida en dos.
"Recaída en el delirio esquizofrénico"- pensó, el doctor.
Entonces la tomé firme en la mano y le di toda mi sangre de la muñeca izquierda; todo ello ocurrió cuando regresaba de conversar con el Armstrong. Pero también cuando regresaba de hablar con el negro abrí la puerta de mi habitación y me hallé en el suelo, desangrado, con ella en la mano... Doctor : anoche me suicidé y ahora ¿qué hago ?. Me da miedo entrar al cuarto y verme allí, tendido, muerto.
¡ Atención ahora ! " - aconsejó la mente del doctor Olmedo. " Frente a la autosugestión negativa del paciente, el profesional debe contrarrestarla con la autosugestión positiva permitiéndole, de este modo, un tiempo suficiente de reflexión y calma psíquica.
Armando, te he escuchado con atención y en este momento te ruego hagas tu lo mismo con lo que voy a decirte (Convincente): sabes de mi dedicación a tu caso en particular (Paternal); por ello y pensando con seriedad en tu rehabilitación a corto plazo (Confianza), te doy plena seguridad de que tengo la solución médica para ti. Además, aún tenemos un largo camino por andar, muchas partidas de ajedrez que jugar, sin olvidar los conciertos con Louis Armstrong .
Se levantó con cautela procurando evitar estridencias innecesarias, controlando cada vaso sanguíneo, cada latido; abrió un cajón y retiró un frasquito con pastillas de azúcar.
Mira - mintió - éste es el último invento de la Psiquiatría; nos lo acaban de enviar de Europa. Tomate dos pastillas en este instante y dos al mediodía ; para la noche todo estará bien. Ahora, por favor (Firmeza) déjame trabajar un poco. A la hora de la comida nos vemos en el restaurante; hasta luego, Armando.
El otro dejó el sillón y estiró la mano; tomó las pastillas y las tragó sin esfuerzo, acabado lo cual se dirigió hacia la puerta y, sin despedirse, partió.
El doctor Olmedo quedó largo rato con los ojos inservibles; le dolían los hombros, podía sentir el esfuerzo intelectual como algo corpóreo. Pensó en los casos incurables, en la cantidad de Armandos que no podían contar con la ayuda de su ciencia y se dejó caer en el sillón. Necesitaba un descanso; por el auricular solicitó a su ayudante que no le remitieran otro lunático al menos por diez minutos.
Armando caminaba hacia su cuarto evitando las juntas de los mosaicos, pegado a la pared.
Pobre hombre - dijo al entrar -; buen médico, pero no me creyó.
Del fondo del armario sacó la camisa.
La hojita de afeitar parpadeó desde un relámpago.
Ernesto Bavio.