Siempre hemos sabido, desde niños, que en la Tierra hay vida gracias a que el Sol nos da luz y calor. Lo que entonces no teníamos tan claro era que las estrellas que veíamos como puntitos durante la noche son soles que están a una enorme distancia (en otro tiempo condenaron a muerte en la hoguera a algún astrónomo por decir esto). La pregunta casi inmediata es: "¿cuánto se parecen esos soles al nuestro?"
Una estrella es una esfera de gas incandescente que se mantiene estable por el equilibrio de dos fuerzas: el peso del propio gas hacia dentro y la presión ejercida por potentes reacciones nucleares hacia fuera. Es el llamado equilibrio hidrostático.
Si observamos las estrellas en una noche despejada, vemos que no todas son blancas, algunas son rojizas y otras azuladas. En realidad, casi ninguna es blanca, pero nuestro ojo no es lo bastante sensible para apreciarlo. El equilibrio hidrostático de una estrella da lugar a una temperatura distinta según su masa.
Cada temperatura tiene asociado un color del espectro visible: las más masivas y calientes son de color azul mientras que las menos masivas y frías son rojizas. La clase espectral, que es una clasificación según el color y la temperatura de las estrellas, utiliza las letras O, B, A, F, G, K y M; donde la O comprende a las estrellas más calientes (azules) y la M a las frías estrellas rojas.
A principios del siglo XX, Hertzsprung y Russell, trabajando por separado, encontraron una relación entre la luminosidad y la clase espectral de las estrellas. El resultado de ambos trabajos se dio a conocer con el hoy conocido como diagrama H-R, en el cual la representación de los brillos y temperaturas de muchas estrellas permite ver una disposición diagonal, llamada secuencia principal, que representa a las estrellas en la fase más estable y larga de su vida.
El Sol es una estrella amarilla de tamaño modesto (sólo un millón y pico de kilómetros de diámetro), que pertenece a la clase espectral G. Lleva cinco mil millones de años brillando y está más o menos a la mitad de su vida. Como en todas las estrellas de la secuencia principal, en su núcleo tienen lugar reacciones nucleares que transforman varios átomos de hidrógeno en uno de helio (por fusión) liberando gran cantidad de energía. Pero este combustible no es eterno y cuando se agote se romperá el equilibrio hidrostático y, como ocurre con un globo hinchado que pierde aire, el Sol comenzará a contraerse. La compresión resultante de las partículas provocará que choquen más entre sí, generando más calor y subiendo más que nunca la temperatura, lo que desencadenará la fusión del helio en carbono. Esta reacción nuclear liberará más energía que ninguna otra hasta ese momento, por lo que el Sol se expandirá tanto que engullirá los planetas interiores, quizá incluida la Tierra. La estrella resultante será una gigante roja, de gran tamaño y color rojizo al haberse enfriado por su expansión. Tanto derroche de energía no puede durar mucho y en mil millones de años el núcleo se contraerá entre estertores muy violentos que empujarán la envoltura hacia el exterior formando una nebulosa planetaria. El célebre astrónomo William Herschel llamó así a estos objetos porque se parecen a un planeta con anillos como Saturno. Al final, sólo quedarán los restos del núcleo del Sol comprimidos hasta densidades de cientos de kilogramos por centímetro cúbico. Se tratará de una enana blanca, la cual durante mucho tiempo será el pálido reflejo de una estrella y brillará, débil, hasta que se apague, definitivamente exhausta. Esto es válido para nuestro Sol y estrellas con masas parecidas (entre 0.5 y 6 masas solares), pero... ¿qué les ocurre a las estrellas de masa mucho mayor?
Con más de seis masas solares, cuando se acaba el helio en el núcleo la estrella se contrae lo necesario para conseguir la temperatura de fusión del carbono y se vuelve a hinchar de nuevo rápidamente, hasta llegar a un tamaño de cientos de radios solares. Si posee la masa suficiente puede hacer la fusión sucesiva de oxígeno, magnesio, silicio, azufre..., produciéndose enormes explosiones cada vez que empieza una nueva reacción y precipitando, con ello, el fin de la estrella. En este punto, la estrella tiene una estructura en capas de cebolla en las cuales están teniendo lugar las diferentes reacciones nucleares, que se detienen al llegar al hierro cuya fusión es endotérmica, es decir, requiere energía de su entorno, no la produce. Entonces, todas las capas externas se colapsan sobre el núcleo. Los electrones y los protones chocan entre sí para formar neutrones estrechamente ligados, tanto que frenan el colapso pues ya no se puede contraer más y alcanzan temperaturas altísimas (¡¡¡100.000 millones de grados centígrados!!!). En ese momento, una onda de choque que se expande desde el núcleo libera las capas exteriores en un proceso muy energético, que se conoce como explosión de supernova, y el brillo de la estrella aumenta millones de veces, llegando a ser más brillante que el resto de la galaxia. Cuando una explosión de este tipo ocurre en la Vía Láctea (nuestra galaxia) se puede observar desde la Tierra incluso de día. Una pequeña estrella de neutrones que gira a una velocidad vertiginosa de varios miles de vueltas por segundo (púlsar) es lo que queda de una estrella de gran masa. La materia que forma una estrella de neutrones es tan densa que una cucharita de café de ese material tendría una masa de varias toneladas. Pero la cuestión no acaba aquí: si la estrella que origina la supernova es de gran masa, el núcleo aún puede colapsar más sobre sí mismo formándose un agujero negro, cuya densidad es tan alta que la gravedad generada no deja escapar ni la luz.
La muerte de las estrellas enriquece el medio interestelar con nuevos elementos químicos, formados durante estos procesos, que son expulsados bien en forma de nebulosa planetaria bien como restos de supernova o arrastrados por los vientos estelares, pudiendo en unos millones de años formar parte de un nuevo sistema estelar y quién sabe si también de algún pequeño planeta en el que pueda surgir de nuevo la vida.
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