Resulta inevitable reconocerlo: debemos a ambos mundos lealtad y a ambos mundos obediencia en sus leyes eternas, en sus principios fundamentales, en sus exigencias. Como hijos del cielo, tenemos un destino, mandatos e imperativos que nuestra alma puede reconocer cuando no duerme y si mantiene su conciencia despierta. Son el código de nuestra naturaleza esencial, el patrimonio eterno de las estrellas señalando en sus posiciones la cualidad del tiempo que somos.
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Pero también somos hijos de la tierra, y aún cuando quisiéramos ser sólo eso, olvidando por un tiempo o para siempre nuestra realidad astral, no lo somos nunca lo suficiente. Como hijos de la tierra debemos aprender a dar forma y vida a lo que el cielo quiso en nuestro nacimiento. La exigencia implícita es conseguir manejarse según las formas en que pueda hacerse real lo que el cielo señaló; sólo como hijos de la tierra podemos ser plenamente hijos del cielo. Sin conseguir encarnar aquí y ahora lo que somos siempre, nuestra naturaleza eterna, el camino hacia el mundo habrá sido en vano. Para ser hijos del cielo en verdad, resulta indispensable ser plenamente hijos de la tierra, tomando del mundo lo que es y aprendiendo a moverse en el modo en que el cielo tome cuerpo.
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Las obligaciones, compromisos, dificultades, esfuerzos, trabajos sostenidos, disciplinas, tareas con que la tierra nos desafía son la condición para que el cielo arraigue, y así hay que verlo. El cielo no se hace real aquí por sí mismo, sino a través nuestro; y para eso, nuestra condición es la de esclavos de ambos mundos, y señores de ambos si sabemos serlo. Podría también tratarse de una versión más del dogma cristiano de la encarnación lo que aquí se dice: el cielo tomó cuerpo para realizar su misión celestial en el mundo compartido. Lo mismo sucede también para todos: somos hijos del cielo y de la tierra. Poder hacerlo, saber hacerlo, conseguir manejarse con soltura entre las leyes del mundo terrestre es nuestro principal desafío. Sin aceptar, reconocer, honrar y cultivar nuestra cualidad de hijos de la tierra, nuestra realidad como hijos del cielo se pierde en el vacío. Quizá sea buena la imagen de una virgen que baja la cabeza y recibe la luz de lo alto. Lo hace para después permitir que crezca aquí, siguiendo su ritmo, el que la naturaleza terrestre estipula en su cuerpo, que entrega al cielo manteniéndolo en la tierra. Así todos.