La soledad, esa gran catástrofe humanaAutor: Eduard Punset La soledad se solía diagnosticar como una variante de la depresión. Hoy se le ha reconocido lo que se atribuye a las nuevas disciplinas: sustantividad propia. El universo de cada individuo está atiborrado de luces que pueden cada una de ellas activar, neutralizar o retardar el sentimiento de rechazo o aceptación de los demás.
¿Cómo habían podido las primeras comunidades sobrevivir un millón de años desconociendo la naturaleza gravitatoria de la soledad? La soledad solo surgía cuando se perdía el centro de gravedad, que todo parecía arremolinar a su alrededor; se alejaba la manada y dejaba al individuo solo consigo mismo. Si la historia de los sentimientos hubiera precedido a todo lo demás, como hubiera sido lógico, el primer gran sinsabor, la primera catástrofe, hubiera sido la expresión de la soledad: la ausencia de algo de lo que todo dependía, como el sentimiento de pertenencia a la manada.
De ahí arranca el origen de la
empatía, que surge como el acicate principal del comportamiento prosocial. Al contrario de lo que han predicado la mayoría de los autores y, muy especialmente, el etólogo austriaco
Konrad Lorenz, las tinieblas del pasado no eran pura violencia y agresividad destilada por la trama genital de los primeros antepasados de los humanos: los chimpancés, junto a sus allegados opuestos, los bonobos. Los niveles de violencia heredados, lejos de explicarlos el entramado genético, resultan ser la pura tergiversación de la experiencia individual.
La soledad sorprende a la víctima indefensa y totalmente desacostumbrada. Nadie está solo al nacer ni a medida que va creciendo. La naturaleza se encarga de que tanto en el ejercicio del sexo como en saciar el hambre, prodigar cuidados o ser sociable se garantice la reproducción y
supervivencia. Si lo único que contara fuera la aversión a la amistad y la inclinación a la violencia, los soldados en la guerra se sumirían en ella con pasión.
Todos los experimentos efectuados demuestran absolutamente lo contrario: el rechazo inicial al uso de la violencia es innato. Los soldados deben aprender a matar si no quieren sucumbir al miedo. Tal y como sugiere
Frans B. M. de Waal, los conatos de violencia anteriores a los grandes asentamientos agrícolas de hace doce mil años se pueden atribuir a mentes degeneradas o efectos de desórdenes postraumáticos de crisis de estrés. Nuestros antepasados eran, en promedio, gente pacífica que solo se sentía segura cuando formaba parte de la
manada. La soledad no solo era difícil imaginarla, sino la fuente de todos los desvaríos y maltratos. Solo la muerte, la pérdida de la encrucijada de regreso o la expulsión de la manada podían incubar la soledad viciosa y desesperada. Parece absurdo pretender que la soledad es la fuente de inspiración, como se ha sugerido tantas veces. Pero también es absurdo pensar que la soledad condena en todos los casos al ostracismo y la infelicidad.
Anthony Storr, el médico psiquiatra inglés, supo esbozar ese mundo con desusado dramatismo: se refería al testimonio de un prisionero.
¿Puede imaginar lo que implica ser prisionero para toda la vida? Los sueños se transforman en pesadillas y se descomponen los castillos que solo la imaginación sustentaba; solamente puedes imaginar fantasías y al final aborreces la realidad y prefieres vivir en el reducto contorsionado de un rincón que no es real. Se rechazan las leyes que rigen la vida ordinaria y se aceptan solo aquellas que determinan la vida aparte del resto. Pero en tu pequeño mundo no caben ni la luz ni las sombras; solo hay la oscuridad necesaria para vivir en un mundo traspuesto y fingido.