Quien mal oye, peor responde
Generalmente, mientras alguien habla, cada uno de los que escucha tiene un monólogo interior que va rebatiendo uno a uno todos los argumentos del contrincante
Escuchamos?, ¿oímos?, ¿entendemos?, ¿comprendemos?, ¿compartimos? Cinco preguntas y una sola respuesta posible, pero no muy habitual, porque aparentemente la afirmativa en los cinco casos sería lógica pura, aunque la realidad de nuestro mundo parezca indicar lo contrario. Una cosa es escuchar y oír porque nuestro órgano auditivo funciona normalmente, y otra muy distinta es entender y comprender el real significado de lo que nos dicen para poder compartir, o no, el pensamiento de quien es nuestro interlocutor. El individualismo extremo que predomina en una gran mayoría de nuestra atribulada raza humana dificulta la real comunicación entre los habitantes de este revuelto planeta llamado Tierra. Encerrados en burbujas engañosas solemos monologar y no dialogar. Generalmente, mientras alguien habla, cada uno de los que escucha tiene un monólogo interior que va rebatiendo uno a uno todos los argumentos del contrincante, operación que, por lógica, no permite comprender realmente el discurso escuchado y, como reza el dicho popular: quien mal oye, peor responde. El mensaje de cualquier opinión humana no es tan fácil de entender como a veces aparenta; hay tonos, subtextos y contextos detrás de un sí, un no o un quizás. Ni hablar de la complejidad de otro tipo de expresiones. El no escuchar trae como consecuencia la incomunicación entre miembros de un grupo amistoso o familiar. Las crisis de parejas suelen tener su origen en la indiferencia que surge de la rutina. Creemos conocer tanto a quien comparte nuestra vida que insensiblemente empezamos a oír lo que se dice, pero no a entender y comprender los cambios que se van produciendo por los años, el hartazgo y el resentimiento provocado por lo que se calla. Tanto es lo que esconde el silencio que no deja traslucir la real significación de los rutinarios buen día, hasta mañana, qué tal o es lo que hay, fórmulas de convivencia que van tapando con lugares comunes nuestros verdaderos sentimientos. Vamos guardando bajo la alfombra toda la basura que nos corroe el alma, vamos tapando con fórmulas y clichés diferencias y rencores que, a lo mejor, podrían haberse eliminado con sólo saber escuchar realmente, dialogar razonablemente y compartir, o no, los criterios del otro. Cuando uno sabe oír y no hacer que oye todo puede solucionarse, revisarse y, de no tener remedio posible, romperse no por un arrebato irreflexivo sino por una consecuencia lógica y natural.
Pero para eso hay que buscar lo más difícil de conseguir: el equilibrio sensato que proviene de no creerse el ombligo de mundo y entender que, si paramos por un momento al menos la calesita loca de nuestros instintos violentos, podremos alcanzar soluciones pacíficas a nuestros conflictos. Cuesta mucho escuchar, es mas fácil hablar, gritar, insultar o dar rienda suelta a los peores sarcasmos y las más violentas descalificaciones. Pero esa catarata de agresiones no hace más que empeorar los infiernos tan temidos y obnubilar nuestra mente desarrollando energías negativas. La verdad duele a veces, pero siempre será preferible ese dolor que la acumulación de broncas y frustraciones derivadas de la falta de diálogo. Por eso suele ocurrir que destruyamos lo que más queremos y que perdamos lo que tanto trabajo nos costó obtener.
La felicidad está hecha de momentos iluminados que nos da la vida y que nos ayudan desde el recuerdo lúcido a volver a creer en lo imposible. Sólo hay que parar los motores, hacerse a un lado del camino, oír al otro, escucharlo, aceptarlo, comprenderlo y rechazarlo si es tóxico y negativo, pero con la tranquilidad de haber hecho el esfuerzo de entender lo mejor posible lo escuchado. Vale la pena.