Hay un refrán popular que dice “no ofende quien quiere, sino quien puede”. Sócrates hablaba sobre el tema en los siguientes términos:
“¿No te parece que está bien decir que no se deben estimar todas las opiniones de los hombres, sino unas sí y otras no, y las de unos hombres sí y las de otros no? […] ¿Se deben estimar las valiosas y no estimar las malas? ¿Son valiosas las opiniones de los hombres juiciosos y malas las de los hombres con poco juicio? Luego, querido amigo, no debemos preocuparnos mucho de lo que nos vaya a decir la mayoría, sino de lo que diga el que entiende sobre las cosas justas e injustas, aunque sea uno solo, y lo que la verdad misma diga”.
Efectivamente, si hacemos caso de todo lo que nos llega, podemos acabar literalmente locos. Esta información, que llega en formato de agresión, desprecio o insulto directo, debe ser aceptada, ante todo, como un aprendizaje y no como una ofensa. Y, además, aplicar la más absoluta indiferencia a todo aquello que venga de personas que ni siquiera valoramos.
El simple hecho de que nos haga daño otorga ventaja al emisor de la ofensa, quien logra su objetivo: hacernos daño. Si seleccionamos a los “informadores” y nos mantenemos al margen de sus argumentos, de ellos mismos por completo, si sabemos controlar, diferenciar, prescindir, nos evitaremos muchos momentos que pasamos inútilmente tratando de justificarnos sin necesidad ante quien no merece nuestra menor atención.
En el caso de que valores a la persona que pretende ofenderte, intenta al menos sacar una lección, aunque si sigue ofendiéndote gratuitamente, habrás aprendido que no merece estar en la lista de tus amigos.