Escuchar los avatares de las personas sirve, por lo general, para evidenciar su mundo de faltas, de carencias personales, todo un inventario de lo que creen no tener: “Es que no tengo suficiente autoestima. Lo que me falta es más confianza en mí. Si tuviera más tranquilidad. Si no fuera por esto o por lo otro. A ver si encuentro una pareja. El día que encuentre trabajo…”. Todo son comentarios sobre lo que no se tiene, lo que se perdió o lo que debería haber sido y no fue. Todo se basa en lo que no existe, lo que falta aún o lo que ya no se tendrá nunca.
Que en la vida nos puedan faltar cosas es una perspectiva, incluso motivadora para alcanzar nuestros propósitos. No lo tengo aún, pero lo quiero. No obstante, de lo que aquí se trata es de aquellas creencias que, como sentencias, sostienen el concepto y la imagen que tenemos de nosotros mismos. Para algunas personas se trata de un retrato carencial, basado en la falta de posibilidades, capacidad y merecimiento. Viven creyéndose necesitadas, incapaces y con poca autoestima.
Otras personas, en cambio, utilizan la carencia como eslabón perdido en su imagen de perfección. Son autoexigentes, tendentes al enfado por una nimiedad, algo hinchadas de ego, por no decir narcisistas, excesivamente susceptibles a la crítica y amargadas, por supuesto, porque a las cosas siempre les falta ese puntito. Al final, unas y otras escapan del vacío carencial, de la insatisfacción penetrante, a través del espejismo idealista, de la ilusión de que llegará ese día, como la lotería, que se encontrarán con todo lo que les faltó, con todo lo que algún día soñaron con poseer. Ignoran la trampa: aprenden a vivir en la falta y no en el deseo de lo que tienen.
Los relatos sobre nuestras faltas parten de un supuesto anómalo. Pongamos el caso de la persona eternamente enamoradiza. Quien ama así no conoce al amor. Conoce el buscarlo. Conoce el desearlo. Conoce el vacío de su inexistencia. Conoce el eterno retorno al amor vivido, pasado, perdido. En cambio, no sabe amar. No ha permanecido en el amor. No ha convivido amorosamente. Por eso cree que le falta y que, de encontrarlo, toda su dicha sería completa.
Sin embargo, lo real suele ir por otros derroteros. Aquello que no se conoce es más difícil de reconocer. Hay personas, por ejemplo, que son excelentes guardianas de los demás, son protectoras. No obstante, ¿quién las protege a ellas cuando lo necesitan? ¿Se dejan proteger? Cuando alguien lo intenta, no lo saben ver, no se dejan. Lo rehúyen porque no saben que es dejarse proteger.
Del mismo modo, el que vive en la falta de amor no sabe reconocerlo más que en sus ensoñaciones. El problema es que el día que lo tenga, por no reconocerlo, lo volverá a perder. Porque de eso sí sabe. Si quiere reconocer el amor, tendrá primero que permitirse conocerlo. Y para que eso sea posible deberá quitarse de encima lo que le sobra, es decir, tanto supuesto desamor, tanta falta, tanta ensoñación, tanto miedo o tanto hedonismo. De eso va sobrado.
Muchas veces somos injustos al tratar a los demás a partir de sus faltas. Metemos el dedo en la carencia y les exigimos que se ocupen de rellenar los huecos que vemos en ellos y sean felices de una vez. Pero no advertimos que nuestro dedo apunta a una montaña inalcanzable, porque acentúa sus faltas. Mostrar el hueco no es suficiente para ocuparlo; lo que hace precisamente es incidir en las carencias. Y ver ese aspecto es un pozo sin fondo. En cambio, saber identificar lo que sobra es el primer paso para aligerarse.
Aunque parezca que los relatos de posguerra han pasado a mejor vida, lo cierto es que la idea del trabajo sufrido y el miedo a la nada siguen instalados en la memoria de muchas personas. Sea por haberlo escuchado repetidamente en casa, sea porque está en el árbol genealógico, la vida se plantea como una lucha, un esfuerzo continuado: ¡hay que ganarse la vida! Son, sin duda, los relatos de la carencia pura y dura. No sobraba nada porque faltaba de todo.
La idea de que hay que ganarse la vida, no el sueldo, reproduce una visión de la realidad carencial. Vivir es un sobreesfuerzo, y salir adelante es lograr todo lo que no tenemos. La dignidad se demuestra viviendo sin grandes faltas. El reconocimiento social llega por presumir de lo que se ha logrado (títulos, propiedades, éxito…). Todo aquello que, en realidad, es prescindible para lograr una auténtica felicidad. La vida no hay que ganarla, porque ya lo hicimos al nacer. Ya estamos ahí. Con mejores o peores condiciones, pero estamos ahí. La vida, entonces, hay que merecerla. Hay que aprender a tener una vida buena, más que echar en falta una buena vida.
Cuando la atención la ponemos en las carencias, no hay más que una comparación tramposa. Miramos al que más tiene y no al que menos. En la comparativa social preferimos parecernos a los más opulentos. Y eso nos mete de lleno en la necesidad. No se nos ocurre, por ejemplo, gozar del privilegio de abrir un grifo y disponer de agua caliente, aspecto del que carecen millones de personas del planeta. ¿De qué nos sirve la comparativa? ¿Es para valorar y merecer más lo que tenemos o, por lo contrario, para desmerecernos por lo que no poseemos?
El tener y el no tener están en realidad en nuestra mente. Dependen exclusivamente de la dialéctica mental, de los discursos o debates que tenemos con nosotros mismos. Hay algunas cosas que ya sabemos. Hay gente privada de muchas cosas y no por ello pierde la alegría de vivir. En el otro extremo, aquellos que más tienen no serán más felices por tener aún más. Al final, todo es una cuestión de actitud. Por eso hay que estar alerta de nuestros diálogos internos, de lo que nos decimos en nuestras dialécticas mentales, por la sencilla razón de que están construyendo nuestra realidad.
Aunque el diálogo es con nosotros mismos, gran parte de lo que pensamos viene de fuera. Ha sido elaborado por paradigmas dominantes como la política, la religión, la ciencia o la economía. Muchas veces ocurre que lo que creemos que necesitamos, tiene su origen en dialécticas creadas por tales paradigmas: lo que podemos o no podemos (política); lo que debemos o no debemos (religión); lo que sabemos o no sabemos (ciencia), o lo que tenemos o no tenemos (economía). Vale la pena escucharnos repetir una y otra vez “no puedo”, “no debo”, “no sé”, “no tengo”. Es la manera más sutil de organizar la vida alrededor de lo ajeno, de lo inalcanzable, de lo desposeído o del peor de los escenarios: la desesperación por tener que convivir con ese yo atrapado por todo lo que todavía no hemos alcanzado.
Si sumamos carencias individuales, paradigmas dominantes y la necesidad de consumo “tecnomediático”, acabamos viviendo en la falsa idea de que o bien no tenemos lo que nos merecemos, o bien no nos merecemos lo que tenemos. Extraña paradoja, que solo puede ser resuelta a lo epicúreo, es decir, entendiendo que libertad quiere decir desarraigo de todos aquellos mundos ideológicos, mitos o paradigmas, ritos religiosos, prejuicios culturales, interpretaciones tradicionales, aposentadas sin crítica en el lenguaje y transmitidas en los usos sociales. ¡Feliz tú que huyes a velas desplegadas de toda clase de cultura! Y eso empieza por dejarse en paz, liberarse de tanta dialéctica mental y apropiarse de uno mismo. Dicho de otro modo, amar lo que es propio y no desear lo ajeno. Ver lo que nos sobra y no lo que nos falta.