El Coco (o Cuco) es la versión más antigua del Hombre de la bolsa, y posiblemente la más difícil de rastrear hasta sus orígenes. Su oficio es el de amenazar a todos los niños que no quieren dormir, y en casos de reincidencia, secuestrarlos.
Entusiastas antropólogos sostienen que el Coco posee una historia desdichada. Si bien tiene la forma de un adulto, y bajo ella se presenta para atemorizar a los pequeños, el Coco fue asesinado por su madre luego de dar a luz; hecho que lo ha llevado a despreciar a todos los infantes.
En este sentido, la leyenda urbana del Coco tiene semejanzas con el mito de Lilith, aunque con conclusiones diferentes. La madre de los vampiros fue condenada a que sus hijos muriesen a las pocas horas de vida, en consecuencia, Lilith suele ser una activa matadora de niños. El Coco, extrañamente, no ha elegido asesinar madres, tal como lo sugiere cierta lógica de ultratumba, sino ensañarse con sus pares más beneficiados por el amor maternal.
Ya el nombre del Coco plantea serios interrogantes al lingüista. Su afición por la carne tierna sugiere un vínculo con el latín: Coquus, "cocinero"; pero otros especialistas indican un origen muy diferente. Pascual, etimólogo de gran renombre, señala que la palabra Coco designaba una gran variedad de frutas, y que eventualmente se la utilizó para designar la cabeza humana. Básicamente, Coco alude a un objeto más o menos esférico de tamaño regular. Podemos encontrar paralelos en el griego Kókkos, "grano"; el italiano Cucco o Còcco, "huevo"; el francés Coque, "cáscara de huevo", entre otros.
En gran parte de latinoamérica el Coco se transformó en Cuco, quizás debido a una fusión con Kuku, una oscura deidad africana traida por esclavos, e incluso con el dios maya Kukulcán; aunque estas últimas hipótesis se sostienen virtualmente sobre una afinidad más bien cuestionable.
Un repaso más profundo sobre la leyenda del Coco apunta a cuestiones ligadas a la Inquisición. La vestimenta del Coco, cubierto por un largo sayo y una capucha similar a la utilizada por los monjes medievales, indica claramente su carácter de proscrito. En efecto, el Coco no lleva ropas de monje, sino las ropas de un condenado a muerte.
Los sentenciados a la pira normalmente eran vestidos con un sayo similar al de los monjes, y sus cabezas eran cubiertas por un capirote, vulgarmente llamado cucurucho, para dar cuenta de su indignidad y el estado punible de su alma. En este sentido, el Coco es alguien cuya identidad se ve oculta bajo una capucha y que presumiblemente era utilizado por las madres para amenazar a los niños. Imaginemos el recorrido de un condenado a muerte caminando por las calles, encadenado y encapuchado, señalado por las madres como el destino inevitable de todos los que contradicen los mandatos de la iglesia.
La imagen no deja de ser poderosa para la mente de un niño, y ciertamente puede llegar a ser muy persuasiva.
Según anota Mircea Eliade la mente infantil se ve tranquilizada por estos estigmas porque lo asisten en identificar al Mal bajo una forma definida. La ecuación medieval sería la siguiente: el Mal, o "los malos", son aquellos sujetos que se visten con sayo y capucha como una parodia de santidad.
Curiosamente el Coco trascendió el ámbito de influencia de la inquisición, y adoptó nuevos nombres allí donde se estableció su leyenda. En México se lo conoce como Kukui, los hispanoparlantes de Estados Unidos lo llaman Sacoman, Cocoman u Hombre del saco; en Cuba se lo llama Cocorícamo, en Perú: Cucufo, un epíteto del diablo; y en distintas latitudes aparece bajo los nombres de Coco, Cuco, Cocón, Cucala, etc.
El oficio del Coco es tan sencillo como aterrador. Vaga por las calles cuando ha caído la noche en busca de niños extraviados o traviesos para llevárselos a su cubil, presumiblemente subterráneo. En líneas generales el rango de acción del Coco es aquel que excede la protección materna, es decir, aquellos sitios y horarios prohibidos por las madres. Como arquetipo del horror, el Coco deja bastante que desear, ya que actúa solo cuando se trasgrede una norma, esto es, cuando el niño decide algo por sí mismo.
Si existe una metodología antropológica para inseminar el horror en una mente que comienza a descubrir el mundo necesariamente debe trasmitirse por línea materna. La leyenda del Coco no solo oficia como amenaza ante una trasgresión, sino en la posibilidad funesta de que sea la propia amenaza quien gestione la trasgresión, o peor aún, que la estimule y la vuelva irresistible.
En este sentido, es importante señalar que bajo la capucha del Coco se esconde un rostro horripilante pero no desconocido, unas facciones grotescas y desmesuradas que, según anuncian los testigos, se parece notablemente a los de una madre en plena transfiguración.
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