Escribir. Antes de conversar, especialmente sobre temas delicados, identifiquemos lo que nos agobia y escribámoslo. Esto nos ayudará a hacernos conscientes de nuestros pensamientos tóxicos —como creer que tenemos siempre la razón y el otro vive en el error— y determinar si eso es en verdad lo que queremos decirle y en esos términos.
Hacer silencio. Prestar atención a nuestra voz interior nos hace conscientes del “drama” que nos está contando. Las opiniones negativas y los prejuicios se volverán evidentes si reflexionamos en silencio y luego intentamos modificarlos. Ir al punto. Discutir y defendernos a toda costa nos aparta del propósito del diálogo. Es mejor ir al grano y concentrarnos en lo que realmente es importante para la relación.
Ser afectuosos. Cuando estamos frustrados, tendemos a ser fríos con la otra persona y a alejarnos de ella, pero con esa actitud es imposible restablecer el vínculo. Expresemos lo que queremos decirle, pero siempre con cariño y respeto. No esperemos que nuestra pareja lo haga primero; hagámoslo nosotros, y ella nos seguirá.
Estar alerta. Identificar qué actitudes o acciones del otro despiertan nuestros pensamientos tóxicos nos permite atajarlos antes de que contaminen lo que queremos decir.
Hablar de nosotros. Expresemos lo que sentimos y lo que necesitamos. No usemos ese tiempo para decirle al otro lo que debería hacer, sino para invitarlo a reflexionar juntos. No somos sus terapeutas, sino sus compañeros de vida.
Usar las emociones como guía. Los pensamientos tóxicos nos producen emociones tóxicas, y estas son más fáciles de identificar mientras conversamos. Cada vez que surja la ira o la frustración al hablar con nuestra pareja, detengámonos y llevemos el diálogo por el buen camino.