Una de las cosas que más nos hacen sufrir a los seres humanos es empeñarnos en que los demás cambien: que opinen como nosotros, que vean tan claro como nosotros lo que nosotros percibimos... en definitiva, que nos den la razón y admitan lo que nosotros queremos.
Gastamos mucha energía mental en dar razones, hablar, explicar, muchas veces, no con la intención de que nuestro interlocutor nos escuche y entienda, sino con la intención de que cambie su manera de ser, de comportarse.
No nos damos cuenta de que cada uno es como es, y que tiene derecho a ser como él o ella decida que es, y que la gran mayoría de las veces no va a cambiar porque nosotros se lo digamos.
La motivación para el cambio siempre se produce tras un periodo de reflexión, de acuerdo consigo mismo, de tomar las riendas de la vida, de nuestra propia vida, de apostar por sentirnos mejor.
Pero raras veces esta motivación se produce porque los demás nos lo digan. Esto lo vemos mucho en las relaciones familiares.
Tenemos que acostumbrarnos a que los demás tienen derecho a ser como son, aunque a nosotros no nos guste o incluso, en ocasiones, su comportamiento nos haga daño.
Reconocer que el otro puede ser como quiera ser, aceptar que no va a cambiar por mucho que yo se lo diga, supone para uno mismo, vivir sin esa presión y esas constantes rumiaciones y repasos de comportamientos ajenos que nos han hecho daño.
Ver con claridad que el otro hace lo que puede, que es así y que lo tengo que aceptar, protegiéndome también poniendo límites, nos produce confianza en nosotros mismos, bienestar y nos libra de un desgaste emocional que no nos conduce a nada.