Somos los únicos seres vivos que se comunican por medio de las palabras, del lenguaje hablado. Esto debe tener una importancia bastante relevante. Sin embargo, desgraciadamente, a menudo hemos puesto en práctica ese don – el del habla – de modo extremadamente negligente, exagerado, distorsionado y equivocado.
Dichos populares sobre ese tema, aparte del esencial equilibrio entre hablar y escuchar, hay varios: “Si el hablar vale plata, el callar vale oro”, “Quien mucho habla, saluda al caballo”, “Quien mucho habla, mucho tendrá que justificarse”, entre otros. Un pensamiento que me gusta mucho es de Antoine de Saint-Exupéry: “El lenguaje es una fuente de malentendidos”.
O sea, parece que la sabiduría nos sugiere que es mejor guardar silencio que hablar. Como si el silencio fuese la forma más inteligente de solucionar los conflictos. Es cierto que puede haber mucha paz en el silencio, pero pienso que es urgente que aprendamos la gigantesca diferencia entre el silencio que apacigua y que pacifica, y el silencio que ensordece, grita, miente y desconcierta. A decir verdad, hay silencios tan perturbadores que pueden enloquecer a un ser humano.
Sobre todo, es preciso que aprendamos a hablar con un propósito. No hablar sólo para arrojar al otro nuestras frustraciones, o hablar sólo para ofender e imponer razones y deseos propios. No se trata de vociferar, y sí de expresarse, de mostrar al otro quién somos y qué queremos. Y en el ejercicio diario del amor, estoy cada día más segura de que no puede haber modo más eficiente de resolver conflictos, aplacar la ansiedad y deshacer malentendidos que mediante una comunicación clara, directa y sin jueguecitos.
Pero lamentablemente, por no saber o por miedo o incluso cobardía, muchas personas adoptan el silencio como principal forma de comunicación. Se callan para “dejar bien claro” que están enfadadas, tristes o insatisfechas. Rehúsan hablar porque concluyen que es obvio lo que está pasando y lo que ellos sienten, lo cual, además, ya el otro debería saber. Están asimismo aquellos que prolongan la mudez apostando a que el tiempo simplemente resolverá los disgustos y las incertidumbres. Como si los sentimientos no tuviesen que ser elaborados y digeridos.
No exageré al decir que el silencio puede enloquecer a una persona. Existimos a partir del lenguaje. Descubrimos que somos únicos y distintos del otro a partir del momento en que nacemos y por medio del lenguaje, de lo que los otros dicen sobre nosotros, sobre cómo estamos en el mundo y lo que provocamos en ellos. Así nos constituimos, nos reconocemos y nos criamos internamente. Así es como se forma nuestra autoimagen.
Claro que cuanto más maduramos, más confianza adquiere nuestra propia voz, nuestras percepciones y capacidad de comprender lo que ocurre fuera y dentro de nosotros. Pero el caso es que relacionarse con alguien que no se muestra, que no revela lo que piensa, siente y quiere, es altamente frustrante, desgastante y deprimente. No hay xxxxxx verdadero. No hay encuentro de almas. ¡No hay sintonía posible!
No hablar es, a menudo, una forma de torturar al otro, de hacerle padecer y sentir el dolor de lo inexplicable, de lo incomprensible, de lo imponderable. Sé que la vida no nos da garantías y que no hay certezas entre dos corazones. Sé también que no tenemos todas las respuestas, pero cuando podemos mirar la persona que amamos y sentir que en el espacio que separa un alma de la otra hay una voz que acoge, demuestra, abraza, acaricia y confiesa lo que allí pulsa y vibra, ¡entonces sí, descubrimos lo que es el amor de verdad!
http://somostodosum.ig.com.br/stumes/articulos.asp?id=12703