La separación parece inevitable para algunas parejas, por lo menos cuando se tienen en cuenta la seriedad de los factores que los hacen entrar en crisis repetidamente. Sin embargo, estas situaciones que para un observador externo representarían, sin dudarlo, razones suficientes para la ruptura, no resultan tan obvias para esa pareja en particular.
Contra todos los pronósticos y contra toda aparente sensatez, ellos, los protagonistas, siguen adelante a través de los años. Parece que solamente ellos creen comprender las razones por las cuales no quieren separarse.
Es cierto que uno no se separa sometiendo esta decisión al azar, ni sometiendo el tema a un debate familiar y menos aún por una decisión racional. Sino por la progresiva incompatibilidad de ambos en muchos dominios.
Primera pregunta entonces frente a este escenario: ¿No quieren o no pueden separarse? Los que no quieren aducen razones convincentes, por ejemplo las de tipo religioso. El argumento que se escucha es “si nos casamos para siempre, tenemos que seguir adelante”. Como comentario marginal, quiero aclarar que siempre es un lapso cronológicamente imposible para dos personas, un anhelo tal vez, un deseo, pero nunca una certidumbre. Las parejas contemporáneas, aún cuando sean comprometidamente creyentes, no parecen dispuestas a canjear su felicidad por la ortodoxia.
Otros colocan a la familia como objetivo principal, su compromiso con los hijos los lleva a “sacrificarse” por la continuidad de una pareja disfuncional. Sin embargo, ¿alcanzará este compromiso para garantizar un clima afectivo, de respeto y cuidado, que muestre ante los hijos un modelo a repetir?, no parece tan simple, lo más probable es que el modelo sea negativo y el clima emocional disruptivo.
Por supuesto que existen los que no quieren perder un lugar social y económico estable, que cambiaría radicalmente con una separación.
Otros no quieren, porque no están dispuestos a admitir un fracaso ante la mirada de los otros.
Los hay también que minimizan y evitan el acto consciente de reconocimiento del deterioro de la pareja. Se resignan a ese estado de cosas y tratan de adaptarse con el menor costo emocional posible.
Algunas personas no se separan porque padecen de un temor infinito a la soledad. O a la frustración de vivir la separación como un fracaso individual.
Otros porque no hay podido o querido lograr una cierta autonomía económica que les permita independizarse sin mermas en su vida cotidiana.
El tema de la autonomía no se refiere, obviamente, en exclusiva a lo económico, hay otra autonomía más importante, que es la que compete al dominio personal. Lo contrario a la autonomía es la dependencia, y específicamente la dependencia emocional. Este no es un concepto totalmente claro y se usa en forma muy general, en términos de orientación lo podemos definir como un patrón crónico de demandas afectivas frustradas, que buscan ansiosamente satisfacerse a través de relaciones interpersonales estrechas. Lo marca el temor a la pérdida de la persona amada, búsqueda de proximidad y protestas por la distancia o la falta de cuidados intencionales. Las personas que padecen una dependencia de este tipo son capaces de tolerar eventos graves, como el maltrato emocional, las adicciones, la infidelidad y otros que pondría alejar a cualquier pareja y conducirla a la ruptura.
Sea cual fuere la razón última de la resistencia a separarse, tenemos que entender que esta actitud puede revertirse positivamente si la pareja utiliza su energía, no solo para adaptarse, sino para intentar modificar los factores que hacen ardua la coexistencia.
En caso contrario, ambos son cómplices de una infelicidad que los marcará a lo largo del período en que permanezcan juntos, y que muy probablemente se hará extensiva a quienes los rodean cercanamente.
Nadie, y especialmente ningún terapeuta, o solo algunos muy arriesgados pueden decirle a una pareja, que lo mejor que podrían hacer es separarse, porque aún cuando se tenga la mejor de las intenciones, la mayor parte de las ocasiones esa intervención es inútil. Las personas no se separan porque otros le digan que eso es lo mejor, sino porque no se soportan mutuamente y ya no ven caminos de salida.
El escalón final se produce cuando ambos caen en la trampa de la ambivalencia, que representa estar sin estar, como espectros de lo que una vez fueron, estos son los que no pueden separarse y se quedan congelados en una especie de limbo sin consciencia, repitiendo interacciones que paulatinamente se vacían de contenido. Ese es el momento de despertar para tomar decisiones y encontrar la energía que permita la separación.
http://robertorosenzvaig.cl/articulos-mas-leidos/yo-no-quiero-separarme-o-si-quiero