Nuestra conciencia de ser una dualidad, constituida por un Yo superior interno y un yo inferior externo está basada en la ignorancia. No somos dos entidades sino una sola. Somos el Yo divino y ningún otro.
Su mundo es nuestro mundo y su vida es nuestra vida. Lo que sucede es que cuando infundimos nuestra divina conciencia en los cuerpos por cuyo medio hemos de adquirir ciertas experiencias nos identificamos con estos cuerpos y olvidamos lo que realmente somos. Entonces, la aprisionada conciencia, esclava de los tres cuerpos, sigue los deseos de estos cuerpos, y la llamamos el yo inferior o personalidad.
La voz interna, nuestra verdadera voz es el llamamiento del Yo superior, y se entabla la penosa lucha entre el ego y la personalidad, equivalente a una verdadera crucifixión. Sin embargo, la mayor parte de este sufrimiento proviene de la ignorancia y cesa cuando comprendemos nuestra verdadera naturaleza, lo cual denota un completo cambio de actitud.
Desde luego es erróneo el concepto de la dualidad de nuestra naturaleza. Siempre consideramos el alma, el espíritu, el Yo superior, el ego o como quiera que designemos nuestra naturaleza superior, cual si estuviera en lo alto, mientras que el yo inferior o personalidad permanece en lo bajo. Entonces nos esforzamos en llegar a lo alto como un intento de conseguir algo esencialmente extraño a nosotros y por tanto de difícil logro.
Así solemos hablar de los “tremendos esfuerzos” requeridos para alcanzar el Yo superior; y otras veces hablamos de la inspiración o conocimiento, de la energía espiritual o del amor como si del Yo superior lo recibiéramos. En ambos casos cometemos el fundamental error de identificarnos con lo que no somos y en esta actitud nos planteamos el problema.
La primera condición del logro espiritual es la certidumbre sin sombra de duda de que somos el espíritu o Yo superior. La segunda condición, tan esencial e importante como la primera, es la confianza en nuestras propias fuerzas como egos, y el valor de libremente emplearlas. En vez de considerar la conciencia vigílica como el estado normalmente natural, y mirar al ego como si fuera un altísimo ser que se ha de alcanzar mediante continuos y formidables esfuerzos, hemos de considerar anormal nuestro ordinario estado de conciencia, y la vida del espíritu como nuestra verdadera vida de la que nos han apartado nuestros continuos esfuerzos.
EL ESTADO ANORMAL DE SEPARATIVIDAD
Difícilmente se nos ocurre la idea de los persistentes y formidables esfuerzos que hemos de hacer para mantener la ilusión de nuestra separada personalidad. Durante todo el día la estamos afirmando y defendiéndola de todo ataque, de suerte que de ningún modo se desconozca, desprecie o se ofenda ni se niegue su reconocimiento. Además, en todas las cosas que para nosotros deseamos, procuramos vigorizar nuestra separada personalidad mediante la adquisición de los deseados objetos.
La ilusión de nuestro separado yo nace de identificar nuestro verdadero Yo espiritual con los cuerpos por cuyo medio se manifiesta.
Es como si la conciencia del ego se dilatase hasta infundirse en los cuerpos, y allí se intrincara y retorciera de tal suerte que formara una separada esfera de conciencia centrada en torno de los cuerpos a que se adhiere. Pero este no es el estado normal sino distinta y esencialmente anormal y antinatural. Lo mismo podríamos decir que fuera normal y natural dilatar en uno de sus puntos una cinta de caucho y la superficie así formada adherirla a un objeto fijo. Esta adherencia sería anormal, pues en el momento en que separáramos el caucho del objeto, recobraría la banda su prístino estado natural.
De la propia suerte, sólo necesitamos desprender nuestra conciencia de los cuerpos a que la hemos adherido.
Sólo necesitamos desvanecer la ilusión de separatividad que tan tiernamente acariciamos de continuo, para que la porción de conciencia que constituye la separada personalidad se reintegre automáticamente al Yo superior, a nuestro verdadero ser.
Mucho hablamos del esfuerzo y violencia necesarios para alcanzar la conciencia espiritual; pero ¿nos fijamos en el abrumador esfuerzo, en la formidable violencia que necesitamos emplear para mantener la ilusión de separatividad? Verdad es que ni nos damos cuenta de que la mantenemos porque ya es una segunda naturaleza afirmar nuestra personalidad a costa de cuanto nos rodea, adquirir lo que deseamos y conservar lo que tenemos, por lo que no advertimos el gigantesco esfuerzo necesario para la afirmación y engrandecimiento de nuestra personalidad. Sin embargo, el esfuerzo existe.
En consecuencia, mediante un definido esfuerzo de voluntad desechemos la potente superstición que nos mantiene esclavizados a los mundos de materia y nos impide reconocer lo que verdaderamente somos; y en cambio reconozcamos” aseguremos y mantengamos nuestra divinidad. No hay orgullo ni separatividad en esta afirmación, porque la unidad es la clave del mundo en que así entramos, nuestro verdadero mundo, donde no pueden existir la arrogancia ni el engreimiento. El orgullo es una planta que sólo puede medrar en las caliginosas regiones de los mundos de materia; y todo lo siniestro deja de existir necesariamente desde el momento en que entramos en nuestra verdadera patria.
Unicamente liberando nuestra conciencia de la esclavitud de los cuerpos, reconociendo los poderes del ego y negándonos a embrollarnos de nuevo en la tela de la existencia material podremos librarnos de la acerba y agotadora lucha entre el Yo superior y el yo inferior; lucha que emponzoña la vida de tantos fervorosos aspirantes a la iniciación, al reintegro del yo inferior en el superior.
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