Por: Dr. Ezequiel López Peralta
Pensar al sexo, una de las actividades más placenteras y naturales que tenemos, como una herramienta de manipulación y control del otro, parecería a priori algo absurdo. Pero en las terapias de pareja encontramos que de diversas formas, y quizás de modo más evidente en las mujeres, se muestra una clara relación entre el sexo y el dominio del compañero o compañera.
Miremos algunos ejemplos. La forma más clara es cuando se “regula” la actividad sexual, es decir que se accede al sexo siempre y cuando la pareja se comporte como deseamos. También la falta de sexo, o quizás de algún juego erótico en particular, sea una manera de castigar cuando la persona está resentida. En varias consultas que recibí aparece el caso puntual del sexo anal: el hombre que lo pide insistentemente (a veces hasta el hartazgo) y la mujer que no cede hasta que se cumplan ciertas expectativas (económicas, de compromiso o cambios en la relación, entre otras).
El orgasmo femenino puede tener relación con estos temas de poder. La mujer que sabe que su pareja espera uno o más orgasmos, de manera consciente o no consciente los inhibe para no darle a él el placer de verla gozar. En el hombre puede pasar (incluso sin darse cuenta) esto mismo con la eyaculación rápida o los episodios de pérdida de erección: no le da placer a su pareja porque ella no actúa en la relación como él espera o la castiga por ejemplo por ser poco afectuosa, muy independiente o demasiado distante. Un breve análisis nos hace entender que este tipo de mecanismos empobrecen la vida erótica de la pareja, y por supuesto su relación más allá de la cama.
Viendo la situación desde otro ángulo y considerando que el sexo es uno de los aspectos que más une a una pareja, tener unas relaciones sexuales muy satisfactorias puede ser un mecanismo para retener a la pareja y evitar un eventual abandono. Aquí no se trata entonces de quitar, sino de complacer demasiado pero con las mismas intenciones de fondo: mantener el control.
Mis conclusiones: el sexo no debe contaminarse con miedos, conflictos o intenciones que pueden resolverse fuera de la cama, con un diálogo efectivo o un asesoramiento terapéutico.