Dios sabe mejor que nadie lo que necesitamos, y todo lo que hace es para nuestro bien. Si supiéramos cuánto nos ama, siempre estaríamos listos para recibir por igual e indistintamente de su mano lo dulce y lo amargo ¡Todo lo que viene de Él nos agrada!
Las aflicciones más acuciantes parecen intolerables cuando las vemos con la luz equivocada. Cuando vemos nuestras aflicciones viniendo en la mano de Dios, cuando sabemos que es nuestro Padre amante que nos humilla y nos aflige; nuestros sufrimientos pierden su amargura, y llegan a ser hasta factores de consolación. Que toda nuestra ocupación sea conocer a Dios. Mientras más uno le conoce, más desea conocerle.
El conocimiento es comúnmente la medida del amor. Mientras más profundo y extenso sea nuestro conocimiento, mayor será nuestro amor. Si nuestro amor a Dios fuera grande le amaríamos igualmente en los dolores y en los placeres. No nos distraigamos buscando o amando a Dios por algunos favores (no importa cuán elevado sean) que nos ha hecho o pueda hacernos. Tales favores, aunque sean muy grandes, no pueden acercarnos a Dios como la fe lo hace en un simple acto. Busquemos a Dios frecuentemente por fe. Él está dentro de nosotros. No le busquemos en otro lugar. ¿No somos desconsiderados y somos dignos de reprensión, si le dejamos solo, para ocuparnos de insignificancias que no le agradan y quizás le ofenden? Debemos temer que estas insignificancias algún día nos costarán caro. Comencemos a dedicarnos a Él con toda seriedad. Arrojemos a un lado todo lo que hay en nuestro corazón. Sólo Él debe poseerlo por completo. Supliquemos este favor de Él. Si hacemos lo que podemos de nuestra parte, pronto veremos que se produce en nosotros ese cambio al que aspiramos.
La Práctica de la Presencia de Dios, Carta nº 15 - Nicolás Herman