Una de las cuestiones que despiertan tantas pasiones como detractores es el tema del pensamiento positivo. Los seguidores más fervientes del pensamiento positivo llegan a verlo casi como la panacea, aquella actitud que resuelve cualquier situación o problema. Algo sin duda exagerado. Sus detractores, piensan incluso que es una manera de manipular a la gente para culpabilizarlos cuando no consiguen lo que se proponen (incluso si las causas han sido externas). Como casi todo en la vida, los extremos suelen corresponderse con mapas mentales excluyentes, que dejan fuera aquello que nos les encaja en su visión del mundo.
Ya he hablado en algunas ocasiones del optimismo inteligente. Porque ser optimista en según que ambientes parece casi una noñez, algo de “gente simple”. Muchos pesimistas creen que su visión del mundo es “la realidad”. Y además a veces, para que engañarnos, es como una pose cool, que da un halo de ser una persona interesante.
Por todo ello, cuando hablo de pensamiento positivo me gusta citar experimentos y estudios realizados y que no parezca que los optimistas andamos recogiendo flores y dando saltitos de alegría. Uno de esos experimentos demostraría lo que McClelland en su libro Una teoría de la motivación humana, llamó como el Efecto Pigmalión. Rosenthal y Jacobson en 1968, realizaron un estudio en un aula en la que pasaron unos test de inteligencia a unos niños. Después de pasar las pruebas, eligieron al azar a un grupo de niños y les hicieron creer a su profesor que esos eran los que habían obtenido los mejores resultados. Al final de curso, los niños elegidos al azar como “más inteligentes” (pero que el profesor creía que lo eran realmente por los test pasados) obtuvieron mejores resultados académicos. La expectativa positiva del profesor había tenido un impacto real sobre el rendimiento académico de los niños.
En realidad no sería necesario un experimento para demostrar algo de lo que hemos sido testigos muchísimas veces a lo largo de nuestra vida: de cómo las creencias sobre nosotros mismos o sobre los demás influyen en los comportamientos y resultados propios y ajenos. Y tanto en el sentido positivo como en el negativo. Recuerdo un caso que traté hace muchos años de un niño de seis años. No suelo trabajar con niños pero era hijo de unos amigos y acepté realizar una valoración. La madre traía a su hijo porque en el colegio le habían clasificado de “corto”, de que tenía un cierto retraso en su desarrollo e iba bastante mal. El niño, que no había tenido demasiada buena experiencia con la psicóloga del colegio, venía bastante asustado. La primera sesión nos dedicamos a dibujar y charlar de cualquier cosa. En la segunda, le hice hacer un test de inteligencia infantil (como si fuera un juego), con el sorprendente resultado de que el niño tenía una ejecución superior a su edad. Hablando con la madre parecía ser que el problema venía a causa de la tutora- profesora del niño. Intenté en vano ponerme en contacto con el colegio, pero no quisieron darme ningún dato de cómo habían obtenido esa valoración de “retrasado para su edad”. Le recomendé a su madre que lo cambiara de colegio, que lo trajera un día más (para dejar caer otro tipo de expectativas en el niño) y que luego dejaran de venir. Al cabo de un tiempo me llamaron para decirme que estaba en otro colegio y que seguía el nivel que le correspondía para su edad sin ningún tipo de dificultad. La proyección negativa de una sola persona estaba consiguiendo que un niño perfectamente normal pareciera “cortito”. Suerte que la madre se dio cuenta y lo pudimos revertir.
Seguro que conocéis personas que piensan que no son demasiado listas, o creativas, o habilidosas o lo que sea porque así se lo ha dicho su entorno montones de veces. O al revés, personas en la media, que hacen cosas extraordinarias porque su entorno ha creído en ellas. Y ese entorno, no influye sólo por lo que los demás dicen, sino por las creencias que eso provoca en ti, esas que se incrustan en lo más profundo de tu ser, para lo bueno y para lo malo.
Por todo ello vale la pena revisar nuestras creencias y darnos cuenta de cuantos límites nos estamos poniendo, siendo que muchos de ellos no tienen nada que ver con la realidad, son sólo opiniones de otros que tal vez no tuvieron mala intención en su momento, pero que fallaron totalmente en su criterio. Y potenciar esas otras creencias positivas acerca de nosotros mismos, esas que nos animan a crecer y a sacar lo mejor de nuestro interior. Porque al final, lo que te llevarás, son los momentos en que habrás disfrutado, en que habrás hecho cosas que te llenaban, en que te sentías en plenitud. Y no creo que esos momentos se correspondan con aquellos en que te sentiste limitado o incapaz.
Y si alguna vez la realidad confirma alguna de tus limitaciones, toma nota y sigue adelante. Aprende de ello y cambialo si puedes. Y si no, déjalo estar. Seguro que tienes muchos otros potenciales para que una “debilidad” te incapacite para disfrutar de la vida. Eso es de verdad levantarse después de caer.
Ah, me olvidaba. Trata de ser consciente que creencias proyectas sobre los demás. Si tratas a alguien como un bobo, no te extrañe que actúe como un bobo. Acepta tu parte de responsabilidad en ello.
¿Cómo te influyen tus creencias sobre ti mismo? ¿Y las de los demás sobre ti?
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