Hace algunos meses, me aquejaba un fuerte dolor de muelas: pese a estar más cerca de los cuarenta que de los treinta, una testaruda cordal -popularmente conocida como "muela del juicio"- se abría paso a través de mis encías.
La situación se prolongó durante una semana. A diario, inspeccionaba en el espejo las evoluciones de mi nueva pieza dental. De pronto, en plena madurez, experimentaba la maravilla de ver nacer algo nuevo en mi cuerpo: ¡mi encía estaba pariendo una muela! Pero, al mismo tiempo, los dolores que padecía por causa de aquel parto eran indescriptibles.
Sólo los calmantes conseguían atenuar mi malestar. Con los días, al taladrante dolor de la cordal se sumaron otros síntomas: aguda inflamación de garganta; mucosidad en la nariz; escalofríos; fiebre. La infección era obvia. Mi esposa y los compañeros de trabajo insistían en que consultase a un dentista. No obstante, una combinación de machismo tropical y ciega fe en que el problema tarde o temprano se resolvería por sí sólo -así como una explicable fobia a las manipulaciones odontológicas- me mantuvieron alejado de los consultorios.
Al séptimo día, aún me prodigaba en gargarismos, lavados y grageas calmantes -sin que mi situación mejorara. En búsqueda de ayuda metafísica, hojeé el clásico libro de Louise L. Hay "Sana tu Cuerpo". Leí: "Problemas en los dientes: indecisión mantenida durante mucho tiempo". Bueno, aquella cordal se había tomado casi cuatro décadas en salir. Algo retrasado, como otras cosas de mi vida.
La afirmación (o decreto de poder) que Louise L. Hay recomendaba para sanar mi dolencia decía así: "Tomo mis decisiones basándome en los principios de la Verdad y descanso tranquilo sabiendo que en mi vida sólo obra la Recta Acción". Confieso que la leí con poco entusiasmo (el dolor ofuscaba mis sentidos, tanto físicos como espirituales) y no volví a repetirla durante el resto del día. No obstante, la Verdad y la Recta Acción iban a darme una grata sorpresa algunas horas más tarde.
Acudí a mi trabajo como suelo hacerlo a diario. Funjo como jefe de prensa en una institución cultural de la ciudad de Caracas. Aunque traté de sumergirme en la amena rutina de compilar resúmenes informativos, redactar gacetillas para los periódicos, diligenciar la publicación de avisos publicitarios, entre otras ocupaciones, mis síntomas se acentuaban. A las tres de la tarde, la fiebre me agostaba; francamente, me sentía como una piltrafa. Tomé un taxi, regresé al hogar. A las 3:30 p.m., me eché como un fardo en el sofá, hecho una sopa de dolor, sudor y escalofríos.
Aparte de mi deplorable estado, me preocupaba el hecho de que aquella noche debía hacer las veces de maestro de ceremonias en un importante evento. Claro, siempre podía llamar a un substituto, pero sucedía que me interesaba realizar aquella presentación porque quería conocer a un par de personalidades del cine y la música. Decidí que si me sentía igual de mal (o peor) a las 4:15 p.m. llamaría a un colega para que me supliera.
Dios me ha concedido la ventura de engendrar dos hijos maravillosos. El mayor (de seis años) se condolió de mí y se me acercó. "¿Qué te pasa, papá?", preguntó. Melodramáticamente exclamé: "Me siento malísimo. ¡Es que me duele una muela!". Respondió: "Tú te vas a mejorar pronto porque eres el mejor papá del mundo" (cosa de la cual no estoy seguro, pero él sí) y empezó darme besos, besos y más besos. Al poco rato, mi hija pequeña -que tiene año y medio, pero ya sabe subirse al sofá- se me trepó encima para prodigarme cariños. Así yacieron sobre mí un buen rato, propinándome toda suerte de amapuches.
Tras aplicarme esa inocente terapia de ternuras, volvieron a sus juegos cotidianos.
Pasaron diez, quince minutos y yo seguía derrumbado en el sofá... inerme, como un árbol talado.
...y sin embargo...
...de repente...
...poco a poco...
...me di cuenta...
...¡que no me dolía nada!
Pero lo que se dice nada de nada.
Siete días de achaques, escalofríos. ¡Se esfumaron en un instante santo!
La molestia de mi garganta ya no pungía. Mi nariz se había despejado: respiraba con fluidez. Mi temperatura corporal volvía a la normalidad.
Atónito, me erguí y fui al baño; me inspeccioné en el espejo: allí seguía mi cordal, recordándome mi falta de juicio por no haber solicitado ayuda odontológica durante la última semana. ¡y por experimentar aquel alivio tan instantáneo, inexplicable, repentino!
Esperé hasta las 5:00 p.m. Me sentía cada vez mejor.
Me vestí. Acudí al evento: lo presenté con eficacia. Conversé con aquel par de personalidades que me interesaba conocer; me fue de maravilla. Regresé a casa: dormí como un lirón durante ocho horas, sin malestares físicos que perturbaran mi sueño. ¡y con la dicha de saber que el día siguiente era sábado!
Besos, abrazos, caricias, palabras afectuosas... gestos sanadores en su total inocencia, en su amorosa incondicionalidad: ante mi falta de fe, propia del adulto escéptico, la Verdad y la Recta Acción que Louise L. Hay me había anunciado llegaron a través del tierno contacto terapéutico de mis hijos.
"Tú te vas a mejorar pronto." había predicho -con cariñosa seguridad- Juan Rodrigo, el mayor. Por algo Jesús de Nazareth sentenció alguna vez: "Debéis ser como niños para entrar en el Reino de los Cielos".
La enfermedad es un pensamiento desprovisto de paz
Kenneth Wapnick asegura que la enfermedad "es un conflicto en la mente (culpa) que se desplaza al cuerpo". Sobre este tópico, asevera Sondra Ray: "Cuando alguien parezca estar enfermo, no nos pongamos de parte de la enfermedad (tal como hizo mi hijo Juan Rodrigo). Creer que un Hijo de Dios puede estar enfermo es creer que una parte de Dios puede sufrir. Cuando alguien está enfermo es porque no sabe que posee en sí mismo la paz que pidió. Aceptemos que Dios está dentro de nosotros. ¡esto nos devolverá el conocimiento del amor de Dios, que habíamos olvidado! De esta manera, aceptaremos la paz existente en Él".
La enfermedad es falta de paz: es una percepción neurótica donde los pensamientos negativos de culpa, miedo e ira han sustituido al Ser Superior en el altar de nuestra mente. La enfermedad es un signo de cómo nos juzgamos a nosotros mismos. Es un símbolo claro de nuestro alejamiento del Amor: sanar -por tanto- es una señal de que hemos vuelto a Él. Volver al Amor es volver a Dios: y gracias al Cielo, en mi caso particular, dispongo de un par de pequeños maestros que me lo recuerdan todos los días.
Sabiamente, ha escrito Marianne Williamson: "nuestro cuerpo no es más que una pantalla en blanco sobre la cual proyectamos nuestros pensamientos. La enfermedad es la materialización de un pensamiento sin amor". Por tanto, la salud consiste en extender la realidad del amor en cada cosa que hagamos, en cada palabra que pronunciemos, en cada sonrisa que obsequiemos, en cada beso y abrazo que prodigamos, en cada pensamiento que cultivemos.
Cada segundo del día que no dediquemos a la extensión del amor es una oportunidad que perdemos de sanarnos y sanar al entorno que nos rodea. Desde esta perspectiva, no hay tarea insignificante, no hay acción sin importancia, no hay pensamiento intrascendente.
La oportunidad de sanar -vale decir, de volver a Dios y al Amor- está siempre a la vuelta de la esquina: cuando tomamos una decisión desde nuestro despacho laboral; cuando atendemos a los clientes que requieren de nuestros servicios; cuando enviamos bendiciones a un amigo o amiga a través de un correo electrónico; cuando preparamos la comida para la familia; cuando oramos en la silenciosa intimidad de nuestros aposentos; cuando abrazamos a nuestros hijos o cuando ellos nos abrazan a nosotros.
En este instante, tú y yo tenemos la chance de sanar ese añejo rencor, ese molesto achaque, esa dolencia crónica, esa mente adolorida y encabritada. Comunícate con el Yo Superior que habita en tu seno y ábrele -de par en par- las remozadas puertas de tu Alma.
Marianne Williamson, en un pasaje particularmente inspirado, ha escrito:
El Cristo responde plenamente
a nuestra menor invitación.
Con nuestras oraciones Lo invitamos a entrar,
a Él que ya está dentro.
Cuando oramos, hablamos con Dios.
Y Él nos responde con milagros.
La interminable cadena de comunicaciones
entre amado y amante,
entre Dios y el ser humano,
es la canción más hermosa,
el poema más dulce.
Es el arte supremo y más apasionado.
A mí, humildemente, sólo me resta decir: que así sea para nosotros, amado lector o lectora. Amén.
Carmelo Urso
un beso y una linda sonrisa