Los padres siempre queremos evitarles a toda costa cualquier tipo de sufrimiento a nuestros hijos y olvidamos que ellos, al igual que nosotros, son creaciones de Dios y desde el cielo vienen equipados con todas las herramientas requeridas para su evolución.
Hace ya varios años, siendo mi hijo mayor un adolescente, padeció una condición de salud que no pudo ser realmente diagnosticada (gracias a Dios ya está muy bien) y que movió nuestro mundo entero. Todos en mi familia fuimos tocados por esta situación, pero indiscutiblemente, los más afectados: él y yo.
Obviamente el niño estaba directamente involucrado, pero yo, como tantas otras mamás, también me envolví de manera inconsciente en un torbellino aterrador, al punto que creí que las únicas soluciones estaban solo “afuera” y estuve dispuesta a ir a cualquier lugar del planeta donde me aseguraran que se iba a aliviar.
Fue tanta mi desesperación al querer ayudarle que, entre otras cosas, terminé somatizando una cantidad de emociones de otras circunstancias alternas que vivía y yo también enfermé. De tener una persona enferma en la casa, pasamos a ser dos, hasta que entendí que desde la preocupación no le colaboraba en nada y que recuperando en conciencia mi balance yo primero, le mostraría como él también podría lograrlo y recobrar su salud. Lo mejor que yo podía hacer por él (aparte de la atención médica), era sanar yo misma e inspirarlo con mi propio ejemplo. En realidad, ambos teníamos lecciones por aprender. Uno era el maestro del otro.
Cada alma tiene una misión y Dios tiene un plan para cada quien. Todos estamos igualmente protegidos y para todos existen infinitos seres de luz velando por nuestro crecimiento. Antes de nacer, hacemos diferentes tipos de elecciones. Decidimos las lecciones que venimos a asimilar, las personas con las que nos cruzaremos y muy importante, escogemos nuestros padres.
Si nuestros hijos nos seleccionaron es porque están completamente seguros de que le apuntaron a lo mejor, que contamos con la capacidad para guiarlos, ser sus consejeros sin volverlos dependientes de nosotros, enseñándoles, sin oprimir ni coartar sus alas, los valores que forjarán su ser y les ayudarán a afrontar los retos de la vida.
Cuando los hijos (grandes o pequeños) se meten en líos, hablemos de por ejemplo: deficiente rendimiento académico o de cualquier otra eventualidad, tendemos a echarnos la culpa y nos mortificamos con pensamientos como: ¿qué fue lo que hice mal?, ¿en qué fallé? O peor aún, ¿qué estoy pagando?, negando el hecho de que también tienen sus propios procesos y que deben creer en ellos mismos para levantarse y seguir adelante. Más que solucionarles sus problemas, mostrémosles cómo los pueden abordar y superar.
Aunque estamos conectados con nuestros hijos y con todas las personas, somos almas diferentes. Ni ellos son nosotros, ni nosotros somos ellos. Y de la misma forma como no podemos vivir, pensar, hablar, sentir y tomar sus decisiones, tampoco pretendamos enredarlos con nuestra prisa y estrés, cargándoles con pesos y agobios que no les corresponden o repitiendo los errores que cometieron con nosotros.
Aprendemos sobre la marcha. Si sientes dudas respecto a tu tarea de ser papá o mamá consciente, pide orientación a tus ángeles de la guarda, a los de tus hijos y los arcángeles Miguel, Rafael, Gabriel y Metatrón para entregarles y sanar tus propios temores y no reflejarlos en la crianza. Pídeles que te ayuden a poner limites equilibrados, a comunicarte asertivamente y a que te muestren cómo puedes desarrollar en ti mismo esas cualidades que quieres fomentar en tus hijos. Recuerda que ellos nos imitan.
Piensa en esto: cuando hacemos un viaje por avión, al inicio del vuelo algunos miembros de la tripulación se encargan de hacer las recomendaciones pertinentes. A través de videos, cartillas y demostraciones en vivo indican qué hacer en caso de emergencia. Si hay despresurización, por ejemplo, dicen que automáticamente las mascaras caerán y que uno debe ponerse la suya primero antes de ayudar a otro.
De manera que si quieres ser un padre en conciencia, sana primero tu historia personal, honra a tu padre y a tu madre y trabaja tu interior: tus creencias limitantes e inseguridades. Amándote, cuidándote y estando bien contigo mismo, estarás disponible para entregar incondicionalmente todo tu amor a tus hijos.
Esta labor de ser padres en conciencia conlleva además comprender y aceptar que de los hijos también aprendemos. Si de enseñar se trata, los niños si que son tremendos maestros. Creemos sabérnoslas todas y nos imponemos, cuando en realidad muchas veces son ellos los que nos descrestan con sus reflexiones, con sus actitudes calmadas y espontáneas o con las carcajadas alborotadas tan solo diez minutos después de haber armado una pataleta. Se recuperan tan fácil, ¡qué bendecidos son!
Martha Muñoz Losada