En la sociedad actual, cuyo ritmo impone una velocidad que difícilmente permite procesar adecuadamente la información relevante para nosotros mismos, se han configurado una serie de esquemas cognitivos que delimitan aquello que es aceptable y aquello que no lo es. Vivimos en un momento histórico en el que los elementos racionales son tremendamente valorados y se toman en cuenta como lo deseable en la mayor parte de ocasiones. Si bien los contenidos cognitivos y racionales, son necesario para, por ejemplo, facilitar ciertos procesos como la toma de decisiones, la configuración de este modelo ha establecido que todo lo que tenga que ver con lo emocional, como opuesto a lo racional, es negativo.
De este modo, desde muchos lugares diferentes, se nos “invita” a la racionalidad desde el rechazo por lo emocional. Las emociones aparecen, por tanto, como signo de debilidad, como síntoma de un déficit de algún tipo, como una especie de inmadurez de la que debemos hacernos responsables. Y desde estos modelos se nos invita a controlar nuestras emociones. Si reflexionamos brevemente seguro que todos podemos recordar escenas que hemos vivido en las que se recompensaba verbalmente a aquellos que parecían “controlar sus emociones” y se culpaba o reprendía a aquellos que mostraban ante los demás lo que estaban sintiendo. Si bien hay contextos en los que mostrar determinadas emociones puede ser valorado como negativo, no debemos creer que el denominado autocontrol emocional es un método adecuado para solucionar algún tipo de problema.
El autocontrol emocional parte de una premisa que, humildemente, considero equivocada ya que, desde este lugar, se apuesta por la siguiente sentencia: no se pueden controlar las emociones.
Parece un hecho sin importancia, pero elegir un paradigma, un modelo sobre qué son las emociones, u otro, modifica nuestra relación con las mismas. De esta manera, creer que las emociones son lo contrario a la razón, concebirlas como algo a evitar, ya que dejarnos llevar por ellas suele tener consecuencias negativas, puede llevarnos a estar convencidos de que el control es una solución adecuada.
La apuesta por el control emocional tiene, como es lógico, consecuencias. Y son dichas consecuencias las que desaconsejan seguir la vía del control con nuestras emociones. Por un lado, controlar las emociones supone, de manera práctica, realizar (al menos) las siguientes acciones:
intentar bloquear lo que se siente cuando se está sintiendo, con el objetivo de ser racional y cumplir con el criterio social de ser “correcto”, y
dificultad para reconocer las propias emociones, ponerles un nombre y darles un significado.
Evidentemente, ambas estrategias de control forman parte de un mismo proceso que se va desarrollando en el tiempo y que se refuerza a sí mismo a través de los demás. Cuando conseguimos controlar nuestras emociones en determinadas situaciones sociales, se nos considera “maduros”, “racionales”, “objetivos”… Dicho de otro modo, hay todo un conjunto de personas que nos van a valorar por saber controlar nuestro mundo emocional. ¿Merece la pena el esfuerzo? Analicemos algunas de las consecuencias que esta estrategia conlleva.
El bloqueo emocional conlleva un efecto de acumulación que va creciendo dentro de nosotros. Cada emoción que nos negamos a sentir, cada emoción que frenamos, va dejando un poso negativo sobre nosotros, aunque no seamos conscientes del mismo. Muchas personas son capaces de estar meses acumulando emociones negativas sin expresarlas de ningún modo. Las emociones, tarde o temprano, necesitan una forma de expresión; solo necesitamos llegar a nuestro límite para comprobarlo. La explosión de una de las emociones negativas suele ser la consecuencia más habitual del proceso de bloqueo emocional: explosión de ira, explosión de tristeza (a través del llanto), etc.
Curiosamente, tienden a confundirse con facilidad como consecuencia del control emocional: es la ya mencionada dificultad para reconocer las propias emociones. Si no sé muy bien qué estoy sintiendo, porque me he negado durante mucho tiempo a sentirlo, a expresarlo, lo que puede ocurrir es que ya no sepa qué es exactamente lo que siento. Y si no sé qué emoción me está invadiendo, difícilmente voy a poder reconocer qué significa para mí en este momento y mucho menos cómo manejarla, excepto, claro, volviendo a bloquearla.
En cada explosión, vaciamos nuestro acumulador emocional y así estamos listos para volver al principio. Además, algunas personas encuentran actividades para retrasar la explosión y poder ir “descargando” en pequeñas dosis su propio acumulador: la práctica de deporte intenso, el consumo de determinadas sustancias, etc. Todo para lidiar con aquello que creemos que es secundario o impropio de un adulto responsable.
Pero, ¿no es nuestra responsabilidad saber manejar adecuadamente nuestro mundo emocional? Ya que el paradigma analizado que apuesta por el control emocional parece no ser el más adecuado, quizás habría que comenzar por cambiar la concepción que tenemos de las emociones.
Etimológicamente, emoción significa el impulso que induce a la acción. Desde esta perspectiva básica, la emoción no puede considerarse negativa en sí misma, así que necesitamos un nuevo modelo de las emociones y los sentimientos. Se podría establecer una división entre emociones positivas y negativas en función de las sensaciones y significados que tienen para nosotros, es decir, si nos agradan o desagradan. Hay que reconocer que, en ambos grupos, la intensidad de la emoción de la que hablemos puede ser la clave a partir de la cual nos resulte más o menos difícil gestionarla. Y es aquí cuando cambiamos de paradigma, al pasar del control a la gestión de las emociones.
Aunque hay emociones que parece que tienen un efecto universal sobre los seres humanos, o al menos parece que nos lleven por caminos similares, como puede ser la tristeza ante la pérdida de un ser querido, o la alegría de conseguir el ascenso que esperábamos, lo cierto es que cada individuo tiene que lidiar con sus propias emociones. Y que la única cosa que realmente tenemos en común es una mayor o menor dificultad con la intensidad de determinadas emociones.
Lejos de apostar por eliminar las emociones negativas, la visión que propongo en este artículo es la de comprender la necesidad de conectar con las emociones, tanto positivas como negativas, y aprender a gestionar inteligentemente la intensidad de las mismas.
Para conseguir este objetivo, hay que comenzar por saber qué es lo que siento, es decir, por aprender a reconocer mis emociones. El único modo de reconocerlas y discriminarlas entre sí es convivir con ellas, es dejarlas estar y ver qué es lo que significan para nosotros, qué nos aportan en ese momento, ya sea positivo o negativo.
Posteriormente, una vez que he sabido ponerle nombre y darle significado a esa emoción, es importante centrarnos en qué hacer con esa emoción. En este sentido, y en función de nuestros objetivos, tendremos que ver a qué se debe la intensidad de nuestra emoción. ¿Dicha intensidad se debe a una serie de pensamientos que fluyen al tiempo que siento? En un artículo anterior (¿Víctimas de nuestras emociones?) se explicó la importante relación entre los pensamientos y las emociones; mientras que éstas últimas siempre son reales, los pensamientos puede que no lo sean, pero que, debido a lo que sentimos, le estemos dando una credibilidad que no merecen sin pruebas. En este sentido, continuar apostando por esta línea resulta básico en la toma de decisiones sobre qué hacer con esa emoción.
Si resulta que la intensidad de nuestra emoción difícil se deriva de un conjunto de pensamientos que incrementan dicha intensidad, nuestro trabajo será buscar hechos y pruebas que refuten esos pensamientos. Así, reduciremos la intensidad de la emoción. Sin embargo, habrá ocasiones en que, incluso tras el análisis propuesto, la intensidad de la emoción no disminuirá. En el ejemplo propuesto con anterioridad, sobre la pérdida de un ser querido, la tristeza continuará ahí. No debemos tener miedo a seguir auténticamente lo que nos está sucediendo. Aquí el objetivo es darse permiso a sentir. Aceptar mis emociones es la clave para seguir construyendo significados positivos una vez pasado el primer impacto.
Los seres humanos tenemos la capacidad de gestionar nuestras emociones y transformar toda esa energía en algo creativo. La primera decisión a tomar pasa por cambiar de paradigma, rechazando la creencia de que las emociones y sentimientos son algo a evitar. A continuación, debemos aceptar las emociones, comprender los significados particulares que nos aportan y decidir qué hacer con ellas. Podemos elegir disfrutarlas, aprender de ellas, utilizando su energía para favorecer el autoconocimiento, crecer y transformarnos a nosotros mismos.