No seas su servil y sufriente esclavo.
No dejes que instale una pena continua en ti.
Si crees que debes pagar eternamente por lo que hiciste, eso sólo te servirá para atormentarte, menoscabar la relación que tengas contigo, y, lo que es peor, no te ayudará en ningún sentido.
Es una emoción estéril y martirizante.
Es una sensación de carga, de agobio, de freno; vas a sentir que no vas a poder deshacerte de ella, y condicionará tu vida más allá de lo que puedas creer.
Lo primero: tu autoestima quedará dañada. Ya no podrás confiar más en ti mismo, y sólo porque una vez te equivocaste…
Lo que tenemos que hacer las personas es sentirnos responsables de nuestras acciones, pero no culpables de ellas.
En muchas ocasiones, somos más víctimas de nuestras circunstancias que culpables de ellas.
Hay que liberarse del sentimiento de culpa que nos atenaza y nos impide la normal vivencia. La perfección absoluta no existe. Nos equivocaremos una y otra vez, y siempre que no haya mala intención en los actos, debemos comprenderlo, aceptarlo, y hacer un propósito de hacerlo mejor o bien la próxima vez, pero no estancarnos torturándonos.
¿Realmente consideras que tu Dios exige eso de ti, que te exige tal sacrificio, tal auto-castigo?
¿No eres de los que piensas que las cosas se arreglan mejor con amor y comprensión?
¿No eres de los que crees que hay que perdonar?
Si no sintiéramos culpa podríamos llegar a ser auténticos canallas con intención. Los psicópatas no experimentan culpa, no recuerdan sus maldades, no respetan la ley.
La culpa nos hace sentir ternura o empatía por el otro.
Sin ese sentimiento, podríamos convertirnos en insensibles fieras.
Si uno es víctima continuada de este sentimiento, una de las cosas que puede o debe hacer es revisar su escala de valores, las normas por las que se rige, la justicia o injusticia de su inflexibilidad… insuflar amor a su corazón y comprensión a su vida.
Abrazarse.
Amarse como es.
Equivocarse es la forma más común de aprender.
Se requiere un alma grande y fraterna para enfrentarse a este conflicto.
Si tenemos unas normas establecidas, más o menos férreas, y nos las saltamos y las incumplimos, eso va a provocarnos casi inevitablemente un sentimiento de culpa.
¿Tan importante e imprescindible es cumplir esas normas?
¿No serán demasiado rígidas y debieran ser un poco flexibles?
¿No estarán obsoletas?
¿No estaremos rigiéndonos por unas normas que no hemos dictado nosotros mismos?
Hay un dicho: “las normas son para saltárselas”.
La rigidez envara, y no ayuda, no libera; es un juez inhumano aferrado a sus leyes. Leyes que, en muchos casos, han sido escritas por otros.
Las normas tienen más inconvenientes: si las incumplimos nos provocan una sensación de insatisfacción.
Las normas empiezan, más o menos, por un “yo debería” o “yo no debería”. Implican un deber, no una decisión voluntaria y apetecible.
Ser “humano” implica el derecho a equivocarse, la necesidad de aprender, el desconocimiento del resultado de muchos de nuestros actos; ser “humano” es sinónimo de ser experimentador.
A nuestros hijos, cuando empiezan a andar y se caen, les animamos para que se levanten y no se estanquen en su temporal torpeza.
No les culpabilizamos por haberse caído, ni se los recordamos continuamente.
Ellos se olvidan de la caída, del daño, y siguen adelante.
No se reprochan nada.
Saben que es el único modo de aprender.
La culpa impide el siguiente paso natural.
¿Cuánto de sentimiento de culpabilidad arrastramos?
¿Quién nos lo impuso?
Sabemos castigarnos, pero… ¿sabemos perdonarnos?, ¿sabemos darnos un gran abrazo?
En el caso en que sí se puede arrastrar el sentimiento de culpa, es cuando uno hace un mal siendo consciente de que lo está haciendo.
DESDE UN PUNTO DE VISTA MÁS ESPIRITUAL:
Parece ser que los cristianos arrastramos un sentimiento de culpa atávico, casi genético, por la crucifixión de Jesucristo.
La Iglesia nos ha hecho creer que murió por salvarnos, y nos hace creer que tenemos una deuda eterna con la culpa por ese motivo.
Nos tenemos que “redimir”.
No creo que Jesucristo hiciera lo que hizo pensando en achacarnos que somos nosotros los responsables.
Cuando visité la Iglesia de las Flagelaciones en Jerusalén, viví una experiencia que puede ilustrar esto.
Como iglesia tiene poco que ver, así que para hacer tiempo mientras el resto del grupo terminaba de visitarla, me senté en uno de los bancos, cerré los ojos, e inicié una relajación que se vio interrumpida pronto por unas voces que escuchaba dentro de mí. En mi interior, sentía la imagen difusa de Jesucristo atado y recibiendo latigazos. Escuchaba el chasquido del látigo, el posterior golpe, y cómo alguien los iba contando en un idioma que no era el español. Escuché una cierta cantidad, veinte o veinticinco. A medida que iban sumándose, una intranquilidad incontrolable se apoderaba de mí. Lloraba por dentro, hasta que llegó un momento en que se me hizo insoportable seguir escuchándolos, y entonces grité: “yo no he sido, yo no he sido…”
Allí me di cuenta del sentimiento de culpa que alguien me ha hecho sentir desde la infancia por este motivo.
También soy culpable, por lo que dicen, de que Adán y Eva hicieran lo que hicieron, y de que los humanos hayamos sido expulsados –metafórica o espiritualmente- del Paraíso, y de que no seamos puros y perfectos y tengamos que estar buscándonos.
Y parece ser que también soy culpable de unos sentimientos o pensamientos que alguien califica de “impuros”.
Y arrastro la culpa –que no sé de dónde surge-, de no haber querido lo suficiente a mis progenitores, de no haber dado todos los abrazos que pude dar, de tomar una decisión que después se demostró que no era la mejor, de no haber estudiado más, de no disfrutar lo suficiente mi infancia, de no ser lo suficientemente sabio y equilibrado, de no saber callar a veces y de no decir lo que tenía que decir en otras ocasiones, de haberme perdido muchos amaneceres, de no tener una mejor economía, de no haber escogido la pareja ideal, de tener poca fe…
Al hecho de no cumplir una expectativa o norma, tengo asociado un sentimiento de culpa.
Merezco un castigo.
Y es un castigo moral que me afecta psíquicamente.
Me hundo.
No puedo mirar a la vida con la cabeza alta.
El enfado va contra mí.
Yo contra mí.
Yo la sufriente víctima y el implacable verdugo.
El caso es que tengo la llave y el perdón en mi mano, pero me los niego.
Tengo que penar lo que hice.
Qué cruel injusticia…
De las culpas sólo nos vamos a quedar con el aprendizaje, para no volver a repetir aquello que nos creó el sentimiento.
Es necesario utilizar toda nuestra capacidad de comprensión, de aceptación, de amor, de perdón, para rebelarnos contra la culpa, y no seguir martirizándonos y hundiéndonos a causa de ella.
Es mejor amar, a pesar de sus imperfecciones, a esta criatura creada por Dios que somos.
Autor: Francisco de Sales
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