Hace un tiempo, a raíz de mi accionar frente a un episodio, lo comparé con respecto a circunstancias parecidas del pasado y me sorprendí del cambio. Debo decir que yo era muy dramática, casi trágica. Siendo hipersensible, el más mínimo gesto o tono de voz disparaba reacciones exageradas, que se sobredimensionaban porque no las expresaba. Las sentía adentro mío en una gran variedad de registros corporales, energéticos y emocionales (acicateadas por pensamientos repetitivos, negativos, excedidos, por fantasías desbordadas, por idealizaciones varias, etc.). Sólo una pequeña parte salía al exterior, como el vapor de las ollas a presión, y aún así resultaba extremado. En mi casa, mis padres tampoco ayudaban, ya que todos tocábamos la misma nota… ¡grandilocuente!!
Después de sufrir unos cuantos años (en mi adolescencia, pensaba que me iba a volver loca) y de observar mis pautas en muchos niveles, decidí resolver el tema. Apelé a distintas vertientes (psicólogos, terapia corporal, lecturas de toda clase, espiritualidad, etc.) y me fui dando cuenta de que una parte de mí tenía una concepción de la Vida muy dramática. Digo una parte porque otra (la más sana y conectada) era exactamente lo contrario: se llevaba por la ley del menor esfuerzo, era divertida, despreocupada, juguetona, le gustaba el placer y la alegría. Esta parte era bastante juzgada y reprimida por la sociedad: los adultos no se comportan así.
Como vengo con el “contraste” un tanto extremo, me llevó tiempo encontrar el equilibrio entre estos dos polos (¡entre muchas polaridades en realidad!). Un problema era que, con tanta adrenalina emocional e ideas inflamadas, creía que la armonía me resultaría aburrida. ¡Era tan excitante sufrir, pasar de un problema al otro, deprimirme, alegrarme intensamente, llorar a mares, quejarme, discutir! Una montaña rusa propiamente. He encontrado que esto le sucede a muchísimas personas. La mayoría no se da cuenta, pero es adicta a sus neurotransmisores y, como un cocainómano, busca incansablemente otra dosis, en forma de personas, situaciones o actitudes que repiten sin cesar (echándole la culpa a las personas, situaciones o actitudes, por supuesto).
Así que, antes me aficionaba al drama y ahora a la comedia. Antes era más apolínea y ahora busco lo dionisiaco. Antes me gustaban los trágicos y ahora los hedonistas. En estos días, he estado leyendo textos del filósofo francés Michel Onfray y me sentí identificada con algunas cosas:
“Se cree que el hedonista es aquel que hace el elogio de la propiedad, de la riqueza, del tener, que es un consumidor. Eso es un hedonismo vulgar que propicia la sociedad. Yo propongo un hedonismo filosófico que es en gran medida lo contrario, del ser en vez del tener, que no pasa por el dinero, pero sí por una modificación del comportamiento. Lograr una presencia real en el mundo, y disfrutar jubilosamente de la existencia: oler mejor, gustar, escuchar mejor, no estar enojado con el cuerpo y considerar las pasiones y pulsiones como amigos y no como adversarios”.
¿Y si te relajas, caminas descalzo, hueles las flores, tomas un baño tibio y perfumado, juegas con un niño, hincas los dientes en una sandía fresca, caminas más lento, aprecias los detalles? ¿Y si prestas atención a la vida que te circunda, abundante, misteriosa, prolífica? ¿Y si confías y te entregas? El sistema te quiere ordenado, razonable, uniforme, adaptado, esforzado, material disponible para trabajar y consumir. ¿Y si convocas a la inspiración, a la creación, a la alegría, a lo divino e insondable, a la luz superadora?
¿Y si te amas… profunda, intensa, amorosamente?
Laura Foleto