Los ángeles están siempre con nosotros, observadores de nuestras
dificultades y solícitos ayudantes que alivian los dolores; profesores,
maestros y compañeros amorosos. No podemos decir honestamente que les hagamos la vida cómoda: raramente los escuchamos, a menudo hacemos exactamente lo contrario de lo que nos aconsejan y la mayoría de las veces negamos su existencia. Aunque la labor de los Ángeles no es fácil, su amor permanece inmutable y su paciencia es infinita.
Si nos acostumbramos a la idea de que los ángeles comparten nuestra vida cotidiana, nos daríamos cuenta de que nuestra disponibilidad hacia los demás aumenta y de que somos más sensibles.
Una buena relación con los ángeles presupone una mayor apertura
espiritual, una mayor disponibilidad para aceptar a los demás y para
entendernos mejor a nosotros mismos.
Se necesita muy poco para cambiar las costumbres. Un pensamiento por la mañana, una sonrisa, una pequeña plegaria pueden ser suficientes para hacer distinta nuestra jornada y para hacernos sentir más serenos y confiados: más conscientes de que no estamos solos y de que no lo hemos estado nunca.
Antes de aprender a escuchar a nuestro ángel custodio, es importante saber como actúa en relación con nosotros.
Para conducirnos por el camino de la obediencia y del amor, el ángel
instaura con nuestra alma una comunicación silenciosa; nos inspira con los pensamientos que nos evitan caer en el error o actuar mal; nos “sugiere” tomar una dirección en lugar de otra, impidiéndonos incurrir en riesgos graves que podrían poner en peligro nuestra salud, tanto física como moral. Puede incluso intervenir sobre nuestros recuerdos, haciendo floreceren nuestra mente cosas que tenemos el deber de hacer o, al contrario,
alejándonos de otras que no debemos hacer.
Nos empuja a reflexionar y a combatir nuestras debilidades, a trabajar
por nuestros ideales, a alimentar continuamente nuestra interioridad
para evitar que se amodorre.
Por lo tanto, el ángel custodio susurra sus consejos a nuestra alma
y no a nuestros oídos. Pero, puesto que nosotros estamos dotados de libre arbitrio, no puede intervenir sobre nuestra voluntad. Somos
libres de aceptar o de rechazar sus exhortaciones; podemos seguir el
camino que él nos indica o, ignorando sus reclamaciones, perseverar
en el error o privar de eficacia su acción.
A veces, la presencia de este precioso guía no nos evita los
accidentes y las situaciones dolorosas, que de todos modos serían
más numerosas si no pudiéramos contar con su ayuda.
El ángel vigila nuestra alma, pero nos puede ayudar incluso a
afrontar los problemas cotidianos y a salvaguardar nuestros
intereses materiales, si estos son importantes para nuestro progreso
espiritual.
Quien no se preocupa de la existencia de su Ángel custodio, o
incluso la niega, quien no se dirige nunca a él y no le pide nada,
tiene pocas esperanzas de beneficiarse verdaderamente de sus
consejos. Su ángel permanecerá siempre a su lado, deseoso de poder
intervenir a favor de su protegido y de acoger sus peticiones, pero
su acción se verá siempre desvalorizada porque no conseguirá nunca
entrar verdaderamente en comunión con la persona que le ha sido
confiada.
Quien, en cambio, se dirige con conocimiento al propio Ángel
custodio, abriendo su corazón a sus palabras silenciosas,
interpelándolo en los momentos de necesidad y buscando el contacto
con él, podrá contar con la preciosa ayuda de un amigo fiel. Estamos
proyectados totalmente hacia el exterior. No tenemos ni tiempo ni
espacio para llegar a la percepción de nuestra interioridad.
Escuchar al ángel significa precisamente concederle un espacio de
silencio para que pueda ayudarnos a desalojar la mente de
pensamientos, de tensiones y de las preocupaciones que nos mantienen atados a una realidad que no nos da tregua, para reencontrar finalmente el contacto con nuestra zona más pura y, al mismo tiempo, el sentido de pertenencia al mismo.