Amarres de Amor con Magia Blanca
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 ETAPAS DE LA MADUREZ HUMANA

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MensajeTema: ETAPAS DE LA MADUREZ HUMANA    ETAPAS DE LA MADUREZ HUMANA  Icon_minitimeMar Mar 22 2011, 04:06

Mirada Psicológica y Religiosa

En el marco del cristianismo el hombre vive basculando entre la fe y el conocimiento científico. Su fe está fundada en la revelación transmitida por las Sagradas Escrituras. Frente al reino de la revelación sobrenatural está el mundo de la experiencia existencial. El hombre conoce y domina relativamente esta realidad con sus cinco sentidos, su inteligencia y los valores tradicionales. Pero la Realidad Universal del hombre comprende también otra dimensión, que se está abriendo a nuestro tiempo: la de la experiencia reveladora. Entramos así en el espacio pre y post-teológico de una religiosidad natural y universal. Hoy en día se va reconociendo cada vez más que las imágenes y los conceptos de una determinada “religión” son una interpretación del contenido vivido en la experiencia reveladora del Ser y que encontramos en la base de todas las religiones, siendo anterior a toda teología. Esta dimensión de la experiencia de lo Trascendente sobrepasa todo orden existencial.

Por la Gran Experiencia el hombre puede ir creciendo en madurez integral, cumpliendo así su destino personal. El sentido de la meditación es el de repatriar el alma en este Ser, que únicamente se abre por la Experiencia Reveladora, purificándole del predominio de lo racional. El Santo, el Maestro y el Sabio representan la más alta madurez derivada de esta experiencia
El Sabio vive en calma en el torbellino del mundo, sereno en medio del desatino y la injusticia, y rebosante de amor en el mayor de los abandonos. ¿Cómo le es posible al Sabio ser sabio? Porque él ha vivido la experiencia de una realidad bien distinta a la impartida al hombre ordinario, falto aún de madurez, y porque considera como vida verdadera la que él comprende; el Sabio reposa sobre una ‘base’ totalmente diferente, donde los peligros de la existencia, así como su sin-sentido y crudeza no le dañan. Esta base le permite sentir y manifestar la Vida en la muerte, el Sentido en lo sin sentido, y la Unidad de la Gran Vida en el abandono y la soledad de la pequeña.

El Sabio vive, como el hombre ordinario, con sus cinco sentidos, su razón, su buen sentido, en lo cotidiano y en el orden humano. Pero además vive en el Ser atemporal trascendente que sobrepasa, entra en la existencia y es su ‘esencia’. Vive en una disposición de espíritu cuyo punto de apoyo no es ni el yo ni el mundo objetivo, sino su ser. Por ser hay que comprender la forma individual en que el Ser: la Gran Vida, se incorpora y manifiesta en la pequeña vida: en la existencia del hombre. Que el hombre dé cumplimiento al ‘sentido’ de su vida no depende del orden natural y racional, sino que se expresa en un compromiso total en el Camino de la integración en el Ser, que pasa por experiencias internas.

Hay, pues, un triple desarrollo del hombre en cuanto ser sensual, emocional e intelectual. En la cima de este desarrollo está la personalidad, que se hace realidad en la relación sujeto-objeto con respecto al mundo y en los ‘órdenes’, ‘valores’ y ‘formas’ que, como personalidad, ha reconocido o creado en la comunidad humana. En segundo lugar, el hombre se desarrolla en una fe viva, es decir la fe que transforma. La condición para que se produzca esta evolución es desviarse de la orgullosa autonomía del individuo y nacer de nuevo al Espíritu Santo. La tercera posibilidad de evolución, que no está reservada sólo a Oriente, tiene como punto de partida la llamada al “camino” iniciático, que viene indicado por la ‘experiencia’ del Ser, cuya consecuencia es un hombre nuevo transformado, que da testimonio en el mundo de su madurez, por haberse arraigado en el Ser.

En resumen: desarrollo del niño en un adulto independiente; transformación de este adulto en un hijo de Dios, en un creyente; y por último, desarrollo de éste, falto de madurez (precisamente porque se cree autónomo es aún, de hecho, menor espiritualmente hablando) en un hombre que ha ganado su madurez, por haber vivido su experiencia de Ser. Estos tres desarrollos no se excluyen entre sí, sino que se completan; en ciertos casos la fe puede abrir la puerta a la experiencia del Ser, o viceversa, será ésta la que abra la puerta a la fe.

La psicología, en sí misma, no bastaría para ‘hacerse’ con la experiencia del Ser. Considera al hombre como un resultante perfectamente explicable y comprensible de su constitución psico-fisiológica y de su biografía. Sin embargo, una visión meta-psicológica, enfocada al pleno desarrollo de la potencialidad de la piedad natural, toma sobre todo en consideración al hombre en su Ser esencial. Con respecto al Ser, la realidad temporal y espacial, así como el orden humano que a su amparo se construye, no son la verdadera Realidad, sino el campo de su manifestación o, en ocasiones, un velo que la encubre. Es inherente al hombre el vivir esta oposición entre lo que los datos de la consciencia natural (incluyendo la inconsciencia) y su ser sobrenatural, que puede manifestarse en una supra-consciencia pneumática; ésta es la tensión fundamental de la vida humana, que nunca debería ceder, sino que habría de hacerse fértil. El fruto de esta evolución es la verdadera madurez.

La realidad de la consciencia natural está centrada en el yo. La palabra yo no indica ni más ni menos que el principio de la consciencia de la identidad consigo mismo, principio en virtud del cual el espíritu concibe todo como objeto. Es un absurdo querer renegar o aniquilar el yo. Es lo que distingue al hombre del animal, siendo la base de todo el desarrollo humano. Ese yo es también portador de valores de orden espiritual; controla los instintos y crea un mundo de formas en el que el hombre es mayor o menor parte autónomo, dueño de sí. Pero no es menos cierto que ese yo es el principio de la gran escisión en la que la unidad del ser se parte en dos. La consciencia del yo da origen a los opuestos: sujeto-objeto, aquí y allá, antes y después, pasar y durar, sentido y sin sentido, vida y muerte, y la consciencia del yo, su devenir interior, no se detiene ahí. En el seno de todos los opuestos, el hombre, en su ser, participa continuamente de la unidad del Ser, que es un más allá de todos los opuestos. Ser partícipe de la unidad esencial es el origen de su inextinguible nostalgia, que encontrará una respuesta definitiva renaciendo en el Ser. De ello se derivará el poder dar testimonio, en la vida cotidiana, de su metamorfosis y de ‘lo Otro’ en él, con amor y en la acción.

Hacerse un yo y una personalidad más o menos autónoma, forma parte del camino del hombre. Pero no es ese el fin último de su vida, por lo que nace en él esa parte trágica de la vida, ya que la primera etapa conduce obligatoriamente a desarrollar el yo. Sin embargo, son los fracasos que el hombre sufre al entregarse a las órdenes de ese yo los que, paradójicamente, le dan la oportunidad de su vida. La consciencia objetivante existencial produce una inevitable separación del Ser, apartando al hombre de su unidad, lo que origina el sufrir humano. A su vez, este sufrimiento despierta la nostalgia por reencontrar en su consciencia la Unidad de la Vida, patria divina. La finitud del mundo, que el yo domina, ensombrece lo infinito; en la claridad de la consciencia objetivante, el hombre verá lo infinito, a la manera que ve las estrellas en pleno día. Y es precisamente en el dolor de esta oscuridad donde se puede ver la luz sobrenatural. El camino de su propio vivir conduce al hombre, a través de lo negro de su consciencia objetivante, a la Plenitud luminosa de su consciencia pneumática.

El deber de todo guía espiritual es el de ayudar al hombre a encontrar y a andar ese Camino, camino de maduración interior del alma. El hombre en camino ha de aprender a sobrepasar el dolor de esta confusión a la que le lanza la pretensión de su consciencia objetivante. Para poder encontrar el camino de Transformación a partir de su Ser esencial, deberá tomar en serio aquellas experiencias que sobrepasan cualquier orden de su consciencia ordinaria.

En el camino de maduración interior, el hombre tendrá que vencer la resistencia natural del pequeño yo y de sus valores tradicionales: seguridad, posesión, poder, autoridad. Pero este yo no es sino un pequeño ‘pecador’. Tendrá también que vencer al gran ‘pecador’, es decir, a aquel que seduce al hombre a considerar como única fuente de conocimiento aquella que le permite orientarse en el mundo. Así es como el yo se hace culpable de toda escisión y separación. Pues si sobre el espíritu del hombre sólo reina la consciencia que no conoce como realidad sino el mundo de los objetos, está interceptando el camino a experiencias de la verdadera realidad que está más allá de todo ‘objeto’ y de toda dualidad. Únicamente gracias a esta experiencia, el mundo concebido objetivamente por la consciencia natural, puede hacerse transparente al Ser, porque también en él se manifiesta.

El hombre tiene necesidad de ese yo que considera el mundo como objeto para, en él, vivir como hombre y ser en él testigo. Pero ese yo se convierte en engañosa luz en cuando el hombre se plantee la cuestión del sentido de la vida a través del envés de la lupa. Si cegado por sus éxitos en el mundo objetivo, él cree estar en la cumbre de sí mismo, es entonces cuando se hallará más alejado de la verdad de la vida. Hablando humanamente, madurar consiste en vencer la ceguera de la autonomía del yo y del mundo objetivo, para después descubrir y desarrollar el verdadero Sí-mismo profundo, que vive y actúa libremente bebiendo en las fuentes de su Ser esencial; de este modo, de metamorfosis en metamorfosis, irá haciéndose testigo y servidor de la Gran Vida. Preparar este camino y acompañar por él al hombre es la tarea de toda educación espiritual y religiosa.

El hombre está presto a comprometerse en el camino de maduración cuando llega a los límites de su poder natural. Existe entonces en él la duda, no confesada, de no estar del todo en orden ni en el buen camino. Muy a menudo, si bien se cree en la cima de su imaginaria autonomía, se siente desasosegado por sentimientos de culpa, incomprensibles angustias y por una sensación de vacío. El ser, que descuidó y reprimió la consciencia natural, deja sentir su presencia. El hombre debe aprender a escuchar esta advertencia, respondiendo con su apertura a la invitación interior; aprendiendo a reconocer en su propio espíritu objetivo el velo que cubre la verdad. Para ello, le es a menudo necesaria la ayuda de una persona que ya haya madurado. Quizás así, en la comunión en el ser, y a través de su adhesión al verdadero maestro interior, el hombre alcanzará la libertad que ansía. Buscará en vano mientras se sirva para ello de medios, es decir, de esa forma de consciencia que es precisamente la que se lo está ocultando.

En todos los aspectos de la vida, madurar significa ser fértil, para lo que son siempre necesarios dos polos complementarios. El hombre ha de dar su yo, que no busca sino su propia ventaja, para poder realizar una obra, para formar una comunidad ha de dar su yo a un tú. Todo devenir presupone el des-venir de lo que ya es. La madurez, cuyo fruto es un hombre nuevo, presupone la fusión del yo con el Ser esencial. Esta unión del hombre con su ‘fondo profundo’, por el que el ser despierta en el Sí-mismo, y el Ser en la existencia, es el eje en torno al cual debiera gravitar la vida del hombre. Todo hombre, en un momento dado, cuando ha llegado a la plena expansión de su yo natural, oirá la llamada de su ser profundo. Si logra fundirse y renacer en su ser, emprende de nuevo la vida como un recién nacido. Eso quiere decir morir. El yo debe morir: a sus pretensiones, a su soberanía, a su seguridad, a su suficiencia, a su autonomía imaginaria. En el despuntar del Ser, allí donde eternidad no significa nunca un tiempo prolongado hasta el infinito (porque lo cruza verticalmente), es el eje en torno al cual se desenvuelve nuestro devenir auténticamente humano.

A lo largo de toda la vida, según nos vamos preparando a devenir permeables al Ser que está más acá de toda oposición, ‘cientos’ de instantes privilegiados anuncian la ‘Gran Experiencia’, en la que se hace definitivamente presente la Luz que mora más allá de sombra y luz. Pero si ignoramos lo que eso significa, y de faltarnos ayuda, cabe el querer interpretarlo de manera que sea comprensible para el yo, perdiéndolo por este mismo hecho. Sin embargo, ¿no podríamos desde ya beneficiarnos de esas experiencias que preceden a la gran Experiencia y avanzar en el Camino tomando consciencia del Ser? El Ser, la Gran Vida engloba la muerte de la pequeña vida. El Ser, en tanto que Gran Orden, está más allá del sentido y del no-sentido. El Ser, en cuanto Gran Unidad, está más allá del aislamiento y de la comunidad. En su consciencia natural, el hombre siente el fracaso y eso mismo es la condición que le permitirá tomar en serio esas experiencias en las que ‘resuena’ el Ser. Por eso la mayor resistencia que el hombre ofrece a la experiencia del Ser le viene de llevar una existencia en sí misma satisfactoria, sin plantearse ninguna cuestión, ni con respecto a sí mismo, ni en relación con su existencia
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MensajeTema: Re: ETAPAS DE LA MADUREZ HUMANA    ETAPAS DE LA MADUREZ HUMANA  Icon_minitimeMar Mar 22 2011, 04:06

La disposición de espíritu propia a obstaculizar la conversión, reviste tres formas características: el endurecimiento del yo en su caparazón, la dispersión ilimitada, una falsa armonía. En cada hombre existen estas tres formas, pero en razón del propio carácter individual, de la biografía personal y del grado de evolución, predominan una u otra.

El caso más frecuente es el del hombre sólidamente incrustado en el caparazón del yo. Es el hombre impermeable a toda penetración o transformación que responda a la exigencia de su Ser esencial. Lo único que podrá ayudarle en el camino será llegar a romper la suficiencia de su estructura para que el crepúsculo de los dioses de su existencia haga posible que el yo se abandone. Este hombre vivenciará el encuentro con su propio ser como venturoso ‘descubrimiento’ de todo lo que le limita. Será entonces cuando el espacio infinito y todavía insospechado de la vida, así como la Plenitud del Ser, se abrirán a él de tal modo que le renovarán “a fondo”. Para prepararse a una experiencia de este orden, el primer paso será siempre el ejercicio del abandono del yo al servicio del otro y de la propia obra en el mundo.

El segundo tipo es justamente el opuesto al primero. El hombre no sufre el dolor de estar encerrado, sino el de no haber podido nunca construir su propia casa; sufre por carecer de contorno: todavía no ha podido construir su “cofre”, su yo. El hombre necesita un marco en el que pueda reunir y ordenar sus experiencias, no solamente para existir, sino para poder transformar, en su propia finitud, las fuerzas infinitas del ser, a fin de que sean fértiles. Es un error que no se considere la forma sino como peligro de endurecimiento. Ciertamente que este peligro existe. Sin embargo, la ‘forma’ es ante todo recipiente en el que ya el niño, y luego el adulto, guardan cuidadosamente el misterio de su ser profundo. El caparazón no es únicamente la fortaleza en la que el hombre se defiende, sino también el armazón que preserva su núcleo sagrado. El hombre sin caparazón no ha formado suficientemente su yo; de suerte que, - justo lo opuesto al primero que está cerrado a lo interior y lo exterior - va por el mundo errando, sin forma alguna, presa de todas las fuerzas que encuentra en su caminar. Fuerzas que, o bien entran en él con un poder destructivo, al que le es incapaz de resistir, o que le colman de riquezas, siendo también incapaz de preservar este regalo, quedando con las manos vacías. Son gentes de ojos tristes. Deben aprender a afirmarse y a ganar su forma. Pero cuando llegan por vez primera en su vida a encontrarse con su propio ser, percibirán en sí mismos su núcleo supra-natural, fuente de su auténtica forma. En su encuentro con el Ser, el hombre sin yo se transforma y, abriéndose al amor, encontrará una forma durable para su yo, porque sus raíces están en el Ser.

La tercera forma de ser, un yo bien adiestrado, y por lo tanto opuesto al ser esencial, pasa fácilmente desapercibido, pues es la forma de un hombre considerado como ‘armonioso’. El hombre de fachada armoniosa no está ni endurecido en una envoltura que le haga sufrir, ni angustiado por faltarle un contorno. No está ni crispado, ni ‘disuelto’; se adapta a todas las situaciones a su plena satisfacción y a la de los otros. Sabe perfectamente proteger su contento contra cualquier intrusión tanto exterior como interior, y como no molesta ni choca al mundo, no se molesta ni se choca a sí mismo. Pero su desprendimiento y su capacidad de darse no vienen del corazón. Es agradable y sonriente, pero como no ama, no se compromete. Parece abierto, pero no deja que nada entre en él. Se diría que es decidido, pero vive siempre de compromiso. Para todo tiene una respuesta, pero que no le cuesta. Es un amable egoísta que ofrece regalos a todos, sin jamás darse a sí mismo; parece que acepta todo, que admite todo, pero ello no le compromete a nada. Aparece sin hacer ningún mal, desaparece sin perder nada.

A pesar de todo, también a él le llega la hora de la angustia. Le inquieta el hecho de que su vida sea tan fácil. ¿Cómo es posible que sea así? Se siente vacío y culpable. Lo que este hombre necesita aprender es a dar su corazón, a comprometerse, a arriesgar. Cuando tenga lugar el encuentro con su ser, este tipo de hombre tendrá muchas más dificultades que los otros para dar una respuesta. Porque para él no será la pronta y venturosa liberación de un largo sufrir, sino al contrario, después de toda una vida de armonioso contento, su ser le traerá la primera desazón, el primer sufrimiento de verdad, el de renunciar a su forma de ser, tan agradablemente adiestrada. Ahora bien, si este hombre tiene el coraje de dar el salto decisivo, la experiencia del Ser le procurará una dicha particular, porque descubrirá, no sólo su núcleo auténtico y su verdadera forma esencial, sino también la forma justa de abrirse y con ello el auténtico contacto con el tú.

En el umbral de la apertura al Ser, el hombre tendrá que ser capaz de aceptar lo inconmensurable, ya se trate de la muerte, lo absurdo, o el aislamiento total. Para llegar a estar dispuesto a vivir experiencias en las que se anuncia la “finalidad última” del hombre, se tiene ya que haber reconocido que la tendencia natural a encontrar la seguridad, la justicia y la comunidad no son sino un preámbulo. Aquel cristiano que no se contenta con recitar el ‘hágase Tu voluntad’ sino que vive interiormente esta oración, está ya preparado para vivir estas experiencias. Pero se aleja de ello aquel hombre que ya no sabe vivir lo que dice. En general, son aquellas situaciones en que se siente próxima la muerte, en que se vive la desesperación ante el no-sentido y la injusticia del mundo (desesperación en que la indignación enmudece), o en que se está en una absoluta soledad, las que conducen a la gran experiencia. Y será precisamente el aceptar una situación así lo que hará posible vivir la experiencia revolucionaria del Ser, gracias a la cual se le revela al hombre la Vida más allá de la muerte, el Sentido más allá del no-sentido, y la Unidad esencial en la separación existencial.

Los misteriosos cimientos de la existencia del hombre – vida divina, el Ser más allá de los opuestos, poco importa cómo se denomine - se manifiesta de diversas maneras, según la filiación espiritual de los hombres. La experiencia del Ser supone siempre el tomar consciencia, tanto de la participación individual, como de pertenecer al Ser universal. Varía de un hombre a otro cuál de estos polos será el indicativo. En Oriente, donde el Ser universal es la única Realidad, en general no se tiene en consideración la individualidad de la persona. Cuando aparece, siempre ligada a la ‘experiencia del Ser’, representa sólo, para el Maestro oriental, el signo de haber perforado el ‘caparazón’ que separa al hombre del Ser; en tanto que para un Occidental lo que cuenta en la individuación es hacerla realidad. Lo que parece ser decisivo en el oriental es vivir la experiencia de abolir las fronteras, el acceder a la unidad-totalidad.

Para el hombre europeo, educado en el espacio espiritual del cristianismo, el centro de la experiencia del Ser ‘coincide’ con el descubrimiento de su alma individual: él nace como Persona. En comunión con el otro polo, en la unidad que le porta y le salva, él reconoce a Aquél que ‘”le llama por su nombre” y al que pertenece. La fe en un Dios personal será, pues, el fruto de esta gran experiencia, independientemente de toda ‘creencia’ en Él que se haya podido tener anteriormente. Para aquél que se siente llamado por su nombre, el cristiano, la experiencia de ser recibido y de poder abandonarse al gran Uno, se le presenta como el modo en que el hombre participa en el amor salvador de Dios
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MensajeTema: Re: ETAPAS DE LA MADUREZ HUMANA    ETAPAS DE LA MADUREZ HUMANA  Icon_minitimeMar Mar 22 2011, 04:07

Cuando se habla del Ser – y de Su experiencia - inmediatamente, y con razón, se plantea la cuestión de cuál es la relación que guarda con Dios. No se puede decir que lo que llamamos Ser sea ‘igual’ a lo que la teología llama Dios. En relación con la teología, el Ser, sentido y experimentado en la piedad natural de la consciencia pneumática, forma parte de la creación. Sin embargo, este Ser que uno percibe en la Gran Experiencia, sobrepasa la realidad de todo lo que “es”; el hombre se hace transparente a un más allá. En este más allá, el hombre purificado del yo, percibe el reflejo del trasfondo divino que el Maestro Eckhart definió como increado e increable. El hombre que busca a Dios puede reencontrarlo en ese espejo; aquel hombre que busca el despertar a través de la liberación de toda imagen, ya está en Camino. Es aquí donde se revela en toda su amplitud el papel de guía del alma, ya que a la perspectiva psicológica del desarrollo humano, une la perspectiva metafísica e iniciática orientada a experiencias del Ser. El primer encuentro del Ser, siempre que como tal se reconozca, prepara el Camino hacia una fe auténtica y transformante.

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