Hay algo asociado a la presencia de Neptuno en la casa Uno, donde se juegan los temas de nuestra identidad corporal básica como seres separados y distintos del ámbito acogedor de la familia. Si Neptuno se presentó en nuestro nacimiento próximo al ascendente, ascendiendo por tanto desde el fondo de la medianoche pero aún sin salir a la luz del día, la tonalidad fundamental con la que experimentamos nuestro propio cuerpo estará teñida por su influjo ambiguo y confuso. El organismo que nos sustenta se nos presentará como invadido por la niebla, frágil, evanescente, en dilución: parecerá que el único soporte sobre el que puede construirse nuestra identidad y nuestras relaciones con el mundo hacerse efectivas esté invadido por la carcoma y que no quepa confiar en su potencia ni en su eficacia. Neptuno imprime esa implacable sensación de desconfianza hacia lo que es el núcleo vital de nuestra propia vida, y en el cuerpo los nativos afectados por esta posición astrológica pueden encontrar un ámbito de experiencia desde el que no habrá nunca completa seguridad. Tanto puede dispararse el temor al derrumbe sin causa objetiva cómo vivirse la duda sobre la propia hipocondría ante situaciones realmente muy graves. No hay claridad; hay percepción sutil, intensa, reiterada, omnipresente, pero faltan elementos de contraste que permitan discernir si es sólido y saludable nuestro sostén corporal, el refugio desde el que salimos al mundo. Nunca se llega a saber bien del todo, pero siempre estamos sabiendo algo de ello. Neptuno hace la percepción del propio cuerpo porosa, evanescente, inquietante. Y de toda esa ambigüedad inscrita en el núcleo de lo que somos, naciendo la desconfianza en relación al centro orgánico de uno mismo.