Conviene detener a la vez la mirada en el mapa natal y en los rasgos de la personalidad de la gente que amamos: desde ahí es más fácil aceptar la profundidad de la lógica astrológica, pues de repente resulta absurdo pretender adivinar nada o deducir con sistema o entrever en las señales ambiguas de un horóscopo. Es más sencillo: de golpe, sabemos que es así, y que lo que de la persona sin duda conocemos, sin duda se ve también escrito en los indicios del cielo. Aquel gesto repetido del hermano, la crónica actitud de la hija, el inquietante desprecio en la pareja se reconocen exactamente en aquel aspecto, o en aquel planeta en tal casa o en tal constelación pidiendo nuestra atención desde el Descendente. Se plasman certezas que no dicen nada nuevo sobre la persona, si ya la conocemos bien. Nos indican algo muchísimo más serio: que somos cada cual también un reflejo del cielo. Reconocerlo en quien amamos lo hace imborrable.