Refugiarse en los relatos mitológicos permite en ciertas ocasiones encontrar un sentido algo distinto a los escenarios que el momento nos ofrece. Las imágenes que estos días ocupan los primeros minutos de los noticiarios tienen esa cualidad mítica que obliga a emparentarlas con su matriz eterna. Esa es una de las oportunidades que la astrología nos procura: los hechos son siempre y sólo lo que son, pero también ilustran el fondo arquetípico de la imaginación humana que las posiciones planetarias nos muestran de otro modo.
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Si no fuera por la inevitable verdad del sufrimiento humano que nace a raíz del terremoto en la costa de Japón, el posterior tsunami y la amenaza nuclear aún por concluir, podríamos ver en todo ello simplemente el despliegue de una antigua rivalidad entre los dioses, plasmándose amenazadora sobre el escenario del mundo. Las posiciones planetarias comentadas en anteriores entradas, con Urano saliendo de la constelación de Piscis y penetrando en Aries, en el punto vernal -0º 0' del primero de los signos del zodíaco- justo en el momento del terremoto, nos llevan a revisar lo que la mitología dice de los actuales protagonistas del juego cósmico. La muerte y la desgracia en la tierra pueden verse a su luz desde una perspectiva más serena, sin que por ello dejen de mover a la necesaria compasión. Simplemente, podemos contemplarlas desde un ángulo menos personal: forman parte, transitoria como todo, del despliegue del tiempo. Los dioses antiguos, hablando desde el cielo, permiten que escuchemos sus intenciones sin por ello despegarnos de los vínculos humanos que ahora, más que nunca si cabe, hay que cuidar: la gente sufre mientras los dioses juegan.
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Urano es en la mitología clásica hijo de Gea, la tierra, y el único que puede cubrirla por completo engendrándole hijos. Irritada por el poder del cielo con el que se identifica a Urano, solicita que la liberen de su acoso. No quiere someterse a su imperio, y será el menor de los hijos de ambos, Cronos, el que armado de una hoz castre a su padre y libere a la madre tierra del tormento que para ella era engendrar eternamente hijos del cielo. No está de más recordar que el mito nos dice que los hijos de la tierra son también y por igual, hijos del cielo, aún cuando ésta no quiera. Urano, que estos días está justamente situado en el grado cero de la rueda del zodíaco, ocupa por ello una posición de protagonismo muy especial. Y parece haber contado con la alianza del dios regente del signo de Piscis que abandonó el pasado viernes, Neptuno. Neptuno es uno de los hijos de Cronos, hermano de Zeus, y nieto por lo tanto del Urano primordial. Urano ha estado en los últimos años ocupando el domicilio astrológico de Neptuno, y al salir de él ha encontrado la feroz expresión del resentimiento airado con que Neptuno aceptó su regencia de los mares. Neptuno, desplazado por Zeus al fondo acuático -igual que Hades, el otro hermano, fue ocultado en las profundidades de la tierra- nunca aceptó de buen grado su posición que dejaba a Zeus como señor único de la tierra y el cielo. El imperio de Zeus en la tierra es el que parece haberse visto amenazado por la salida de Urano de los reinos de Neptuno. La combinación de ambos poderes -el tempestuoso Urano, señor de lo imprevisto, y el resentido Neptuno- nos ha puesto frente a frente ante el riesgo de nuestra propia vulnerabilidad terrena. Como una compulsión final, dando un portazo, abandona los reinos de Neptuno con un brutal terremoto marino. Y plantándose en Aries parece decirnos, con vehemencia y de imprevisto: "aquí estoy yo". Lo que queda -por ahora- es el amenazador residuo de Urano: uranio radioactivo en proceso de fusión, descontrolada e imprevisible en su proceso. Zeus calla por ahora, arrinconado hasta el momento entre los hombres, temerosos del poder de los dioses que fueron sometidos y reaparecen así