En mi corazón mando yo: desde que me levanto hasta que me acuesto
Nuestro corazón no debe tener dueño, ni parcelas arrendadas ni rincones prestados. Es nuestro, solo tiene un único propietario y somos nosotros mismos, porque gracias a él impulsamos nuestra autonomía, gracias a él bombea el suficiente amor propio y el oxígeno de la autoestima para poder querer de forma plena, para ser dueños de nuestros caminos y artífices de una vida digna.
Alcanzar esta autonomía personal donde a su vez quede integrado el sentimiento de intimidad con las personas significativas a las que amamos no es una tarea precisamente fácil. De hecho, si ponemos la mirada en ese esquema más clásico y tradicional de las relaciones de pareja, nos daremos cuenta de que autonomía e intimidad han sido estados declarados, de alguna manera, como incompatibles.
“A un gran corazón, ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa”
-Leon Tolstoi-
Por otro lado, tampoco faltan las corrientes filosóficas que nos recuerdan aquello de que nadie está libre de influencias a la hora de marcar el destino y trazar el camino. Todos estamos supeditados a ciertas normas sociales, culturales y hasta ideológicas. Ahora bien, lejos de interiorizar este tipo de enfoques a instantes deterministas y algo faltos de optimismo, siempre nos viene bien recordar lo que nos dicen los estudios sobre psicología individual.
Las personas tenemos que hacer un esfuerzo por incorporar a nuestros pilares un compromiso auténtico con nosotros mismos. La autonomía personal y la capacidad de decidir qué queremos y qué no queremos en cada momento es un principio básico de bienestar psicológico, que bine merece parte de nuestro esfuerzo diario. Nuestro corazón, entendido como esa dimensión metafórica donde se contiene nuestro mundo emocional y hasta nuestra identidad, es un universo en constante crecimiento.
Permitámonos entonces que se expanda, sintiéndose siempre dueño de sí mismo; pero, a la vez, siendo lo bastante humilde y sensible como para saber conectar con las personas que lo envuelven de forma auténtica. Porque en el equilibrio está la magia.
Perdemos la autonomía en las pequeñas decisiones del día a día
Dejar a un lado el proyecto profesional porque así nos lo pide nuestra pareja. Renunciar al amor de nuestra vida porque no es del gusto de nuestros padres. Cambiar nuestras aficiones porque nuestros amigos siempre tienen otros planes. Rendirnos antes de hora porque nadie apoya nuestras metas (…)
Estos serían unos ejemplos genéricos y a grandes rasgos de lo que supone atentar contra nuestra propia dignidad, nuestra autoestima e identidad. Tal sabotaje, y esto es importante tenerlo en cuenta, no parte exclusivamente de las personas que nos rodean; viene también, y en muchos casos sobre todo, de nosotros mismos.
No debemos culpabilizar solo a quien nos coloca sus riendas de control y sus empalizadas. Asumamos la responsabilidad al entender que quien cede y claudica a tal presidio y vulneración es también uno mismo.
Por otro lado, recordemos que quien deja el timón de la propia vida en manos ajenas no lo hace de forma puntual o espontánea. En realidad, es un ejercicio cotidiano que descuidamos voluntariamente, como quien un buen día decide dejar de bañarse, de asearse, de cepillarse el cabello o de cortarse las uñas. Es higiene psicológica y un principio de salud emocional que postergamos y que incluso cedemos a otros. No es lo adecuado.
La propia dignidad no debe ser tocada por manos ajenas. Nadie puede (ni debe) sembrar las semillas de sus deseos egoístas en nuestro corazón ni vendernos metas que no calzan con nuestros valores. Aún más, tampoco importará que esas manos acostumbradas a boicotear nuestra identidad sean las de nuestra pareja, nuestros padres o nuestro supuesto mejor amigo.
Hay territorios que son privados y que nadie puede sobrepasar. Atender las propiedades relativas a nuestro ser es algo que nos atañe a nosotros mismos, es una tarea de higiene cotidiana que no se puede descuidar en ningún momento.
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