Con los años nos vamos rodeando de filtros.
Tienen una relación directa con las vivencias poco felices que hemos experimentado en distintos ámbitos.
Se producen espontáneamente.
Es que como alguna persona con la que tuvimos una relación sentimental nos ha herido, nos rodeamos de filtros para no permitir un nuevo desengaño amoroso.
Hacemos lo mismo en el caso de amistades que nos han defraudado, de socios comerciales que no nos jugaron limpio, de vecinos insoportables, de lobos disfrazados de corderos.
Consideramos que uno representa a todos y ponemos distancia con quien podría llegar a ocupar ese mismo lugar que ha quedado vacío.
Dejamos de confiar. Nos rodeamos de paredes para prevenir que se nos acerquen. Nos enfriamos por dentro y creamos filtros que imaginamos que nos resguardarán de cualquier mal que se pudiera presentar.
Además, pensamos que son un modo de evitar que el dolor se manifieste nuevamente en nuestras vidas.
Se van transformando en una especie de caparazón. O de callosidad que se nos instala en el alma.
Por un lado, parecería que nos cubren y nos protegen.
Pero por el otro, nos aíslan.
Crean una zona de confort irreal en la que consideramos que nada ni nadie nos herirán, pero nos hacen perder la posibilidad real de que afloren nuestros mejores sentimientos.
Nos hacen desconfiar de todo y de todos.
Trazan muros invisibles que no nos dejan conectarnos con los demás desde el corazón y las emociones.
No nos permiten disfrutar del amor, de la amistad y del cariño genuinos de gente adorable que quiere nuestro bien.
En cierta medida, nos vuelven autómatas. Nos entumecen. Nos hacen perder la sensibilidad.
Por miedo, decepción o la razón que fuera, ¿cuántos filtros se interponen entre tú y las demás personas?
¿Es necesario que todos estén activados?
¿Habrá llegado la hora de dejar algunos de lado para sanar las heridas y volver a apostar a la felicidad de compartir, de querer/ser querido y de esperar lo mejor de los demás?