Alrededor del año 250 aC, en la antigua China, un cierto príncipe de la región de Thing-Zda, estaba preparado para ser coronado emperador; pero antes, sin embargo, de acuerdo con la ley, tenía que casarse.
Como se trataba de escoger a la futura emperatriz, el príncipe tenía que encontrar a una joven en quien pudiese confiar plenamente. Aconsejado por un sabio, decidió convocar a las jóvenes de la región para elegir entre ellas a la más digna.
Una vieja señora, sierva del palacio desde hacía muchos años, al oír los comentarios sobre los preparativos para la audiencia, sintió una gran tristeza, pues su hija alimentaba un amor secreto hacia el príncipe.
Al llegar a su casa y comentar el hecho a la joven, se espantó al oír que ella también tenía intención de presentarse.
La señora se desesperó: –¿Hija mía, qué vas a hacer allí? Estarán presentes las más bellas y ricas candidatas de la corte. ¡Sácate inmediatamente esta idea de la cabeza! ¡Ya sé que debes estar sufriendo, pero no transformes el sufrimiento en una locura! Y la hija respondió: –Querida madre, ni estoy sufriendo, ni mucho menos me he vuelto loca; sé que jamás podré ser la escogida, pero es mi oportunidad de estar por lo menos algunos momentos cerca del príncipe, y esto ya me hace feliz, aún sabiendo que mi destino es otro.
Por la noche, cuando la chica llegó al palacio, allí estaban efectivamente las más bellas jóvenes, con las más bellas ropas y las más bellas joyas, dispuestas a luchar de cualquier modo por la oportunidad que se les ofrecía. Rodeado de su corte, el príncipe anunció el desafío:
–Daré una semilla para cada una de vosotras. Aquella que, dentro de seis meses, me traiga la flor más linda, será la futura emperatriz de la China.
La chica cogió su semilla, la plantó en una maceta y como no era muy hábil en las artes de jardinería, cuidaba la tierra con mucha paciencia y ternura, pues pensaba que, si la belleza de las flores surgiese en proporción a la intensidad de su amor, no tendría que preocuparse del resultado. Pasaron tres meses y nada brotó. La joven buscó soluciones, habló con labradores y campesinos que le enseñaron los más variados métodos de cultivo y no consiguió ningún resultado. Cada día se sentía más lejos de su sueño, aunque su amor continuase tan vivo como antes. Finalmente, los seis meses se agotaron y nada nació de su maceta. Aunque sabía que no tenía nada para mostrar, era consciente de su esfuerzo y dedicación durante todo aquel tiempo, de modo que comunicó a su madre que retornaría al palacio en la fecha y hora establecidas. Secretamente sabía que este sería su último encuentro con el bienamado, y no estaba dispuesta a perderlo por nada del mundo.
Llegó el día de la nueva audiencia. La chica apareció con su maceta sin planta y vio que todas las otras pretendientes habían conseguido buenos resultados: cada una tenía una flor más bella que la otra, de las más variadas formas y colores.
Por fin llegó el momento esperado: el príncipe entra y observa a cada una de las candidatas con mucho cuidado y atención. Después de pasar por todas, anuncia el resultado e indica a la hija de su sierva como su nueva esposa.
Todos los presentes empezaron a protestar, diciendo que cómo era posible que él hubiera escogido justamente a la única que no había conseguido cultivar ninguna planta. Entonces, serenamente, el príncipe aclaró la razón de su desafío:
–Esta fue la única que cultivó la flor que la hizo digna de ser emperatriz: la flor de la honestidad. Todas las semillas que entregué eran estériles, y no podían nacer de manera alguna.
Paulo Coelho