De vez en cuando, nos descubrimos perdiendo los estribos, en medio de una tormenta, y cuando ésta pasa, nos damos cuenta de que nuestra reacción fue algo desproporcionada, arrepintiéndonos de nuestra actuación y preguntándonos como puede ser posible que en cuestión de segundos nos volvamos tan irracionales. ¿Qué nos sucede en estos momentos?
Cuando las situaciones se nos van de las manos y pareciéramos que estallásemos, lo que nos ocurre es que somos víctimas de una suma de reacciones psicológicas y fisiológicas, conocidas todas ellas como el proceso de secuestro emocional. Para saber por qué nos ocurre esto en determinados momentos, explicaremos como es el funcionamiento de nuestro cerebro.
¿Cómo se produce el secuestro emocional?
Cuando sufrimos un secuestro emocional, nos encontramos reaccionando de forma automática a estímulos tratados por el cerebro emocional. Sí, has leído bien, cerebro emocional. No es que existan dos cerebros, sino que con el paso del tiempo, numerosas investigaciones han afirmado que nuestro cerebro está formado por una parte más emocional (sistema límbico) y una parte más racional o pensante (neocórtex). Lo que ocurre es que el cerebro emocional o límbico responde con mayor velocidad, aunque generalmente sus respuestas sean más imprecisas porque no han pasado por el análisis de lo racional.
Pero, ¿qué estructura es la que examina nuestro entorno? La respuesta es la amígdala, una masa con forma de almendras, situada en el sistema límbico que es la encargada del procesamiento y almacenamiento de las reacciones emocionales.
Así, la amígdala cuando está llevando a cabo sus funciones de examinar el entorno en el que nos encontramos y comienza a preguntarse, ¿me hará daño esto?, ¿puede hacerme sufrir?, ¿lo he temido desde siempre? busca sus respuestas, y si estas son afirmativas, nuestro sistema nervioso da la señal de alarma en nuestro organismo, postergándose las funciones más irrelevantes y ejecutándose aquellas que permitan defender la amenaza. Se comenzaran a segregar las hormonas necesarias para huir o luchar, se acelerará el pulso, se reducirá el campo visual, se alterará la circulación y también el pensamiento para concentrarse en el peligro.
Así, el neocórtex que es el cerebro pensante se esquiva y nos volvemos por unos momentos mucho más instintivos. La amígdala declara un estado de guerra con el que nos volvemos animales peleando por nuestra supervivencia emocional, la que podemos igualar con la supervivencia física.
¿Por qué se produce el secuestro emocional?
Quizá una de sus razones principales sea de carácter evolutivo, refiriéndonos a la supervivencia. Nuestros antepasados sufrían estos secuestros emocionales cuando por ejemplo se encontraban con el enemigo o con animales, haciéndoles huir o atacar para eliminar la sensación de peligro.
Pero en la actualidad, este proceso se ha quedado un poco anticuado, y produce en nosotros resultados no tan deseados. Ya que en las relaciones humanas, una emoción cuánto más rápida, más inexacta y basta se vuelve. Nuestra parte emocional nos prepara para respuestas automáticas que antes tenían la característica de ser vitales, pero que ahora no resultan ser siempre tan positivas. Esto podemos experimentarlo en las discusiones de pareja con un ataque de celos por ejemplo, o en discusiones con nuestros amigos o familiares.
En estas situaciones, cuando se está produciendo el secuestro emocional, toda nuestra atención se encuentra dirigida a dar una respuesta a la emoción, impidiéndonos llevar a cabo procesos de racionalización de la situación que vivimos, y es quizás por esta razón que nuestras respuestas no se corresponden con lo que esperamos de nosotros, una vez que pasada la tormenta, somos capaces de analizarlo.
¿Cómo podemos controlarlo?
Quizás la clave se encuentre en saber que antes del secuestro emocional se produce un desbordamiento emocional, y es éste el que tenemos que detectar y posteriormente analizar, para no dar razones suficientes a la amígdala para que lleve a cabo su secuestro de la parte racional, y evitemos los efectos negativos en nuestras relaciones con los otros.
Para ello, es conveniente que descubramos los síntomas que presentamos cuando nos agitamos, es decir, que nos detengamos a observarnos cuando las cosas no son como esperamos, como nos gustan o como habíamos imaginado. Descubrir si tenemos sudoración, acaloramiento, aceleración del ritmo cardíaco. Luego, tras identificarlos, hay que ponerles nombres porque así comenzamos con el proceso de racionalización, evitando en cierto modo que se lleva a cabo la respuesta espontánea. Tras esto, tendremos que buscar algún mecanismo de escape de nuestra emoción, para que baje nuestra excitación y para finalizar, intentar analizar qué es lo que nos ha conducido a experimentar el secuestro emocional, preparándonos para futuras situaciones.
“Las cosas no cambian, cambiamos nosotros” (Henry David Thoreau)
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