Zeus estaba desesperado, andaba de un sitio a otro, de taberna en taberna, del prado a las playas, de las montañas a las riberas.A su alrededor nada le parecía bueno. Había terminado la edad de plata de los hombres; en la que ahora transcurría, en la de bronce, triunfaba el despego a los dioses, la violencia y el engaño. En mala hora a Prometeo se le había ocurrido enseñar a los humanos, funesto el momento en el que traspasó sus conocimientos a los mortales. Desde entonces la humanidad iba de mal en peor.
Es entonces cuando el dios decide arrancar la cepa de los hombres de raíz, no quería consentir más impiedad. Primero piensa en utilizar los ciclópeos regalos para devastar la Tierra, pero, viendo lo extremo de su proposición, se arrepiente por miedo a inflamar de tal manera el Éter con sus truenos y relámpagos y de causar daños irreparables con sus rayos en la propia Gea. Planea entonces desencadenar unas lluvias tan fuertes que las tierras queden sepultas bajo sus aguas.
Pero Prometeo, que sabe de las preocupaciones de Zeus, le suplica con amables palabras que le permita avisar a su hijo y a su sobrina, a Deucalión y Pirra, que, felizmente casados, son justos y prudentes. El poderoso dios accede en este punto y concede la gracia al filántropo titánida, más que nada porque ya antes algunos dioses se habían quejado, no ya por la desaparición de los hombres en sí, sino porque a ver quien era ahora el que llevaba incienso a los altares, quien el que los honraría e inflaría sus egos, y con quienes se divertirían.
Con estas nuevas, Prometeo, parte a la Tesalia y comunica a la pía pareja la decisión divina de provocar un diluvio. Los conmueve con celeridad a que construyan un arca de madera con la cual sobrevivir a la furia celeste.
Zeus entonces llama a los vientos húmedos encerrando a los demás, dando comienzo las fuertes lluvias. Tiene de aliados a otros dioses los cuales se afanan en que las aguas sean cobertura de toda la tierra lo más rápido posible. Ahí está por ejemplo su hermano, el equino Posidón, convocando a los ríos para que cedan en su natural fuerza y desparramen todo su contenido, allá también se sitúa Iris, alimentando a las nubes de líquido elemento.
La pobre humanidad se desespera, mira al cielo, clama y chilla, intenta nadar; los más cortos de entendederas -ya que rápidamente ven lo inútil de su acción- prueban a subirse a los tejados; los más avezados, pero cómodos, parten a las altas colinas para darse cuenta poco más tarde que sólo han ganado unas horas de vida; los esforzados buscaron asilo en las escarpadas cimas de las montañas, esos vivieron algo más, incluso algunos... Pero vayamos a ver lo que sucedió con Deucalión y Pirra
Ellos se han afanado en la construcción de su arca, así, cuando ven los nubarrones suben a ella y se dejan mecer por el oleaje del chapoteo durante nueve días con sus consiguientes noches. Pero todo termina y su nave queda varada en el monte Parnaso. Allí aterrizan dando gracias a Zeus, sollozando por su suerte.
Pero enseguida piensan en que la humanidad está irremisiblemente condenada a su desaparición. Se miran aterrados, sus flácidos miembros poco valen ya para las tareas del amor, además, reflexionan, si aún fueran capaces de hacerlo toda su prole sería incestuosa a partir de sus nietos. Con altas oraciones claman al ahora apacible cielo, suplican para que continúe la humanidad.
Ahora bien, estas cosas, el preclaro Zeus, las tenía contempladas y mandó llamar a la oceánide Metis, que por aquella época se encargaba de los oráculos, para que les diera una solución. Y así bajó a entrevistarse con ellos.
Misteriosas palabras para los oídos dela pareja de humanos dijo entonces Metis: “coged los huesos de vuestras madres y arrojarlos a vuestras espaldas, que de estos nacerá la nueva estirpe de los hombres”. Dichas estas cosas partió de nuevo dejando a Deucalión y a Pirra absortos en profundas dudas. ¿Cómo iban a realizar esa impiedad? Pirra desde luego no quería acometer la profanación de aquellos restos que tan en paz descansaban, y Deucalión pensaba a la par. Después de mucho cavilar dieron con la solución: “no puede ser que se refirieran a nuestras consanguíneas madres”, dijo Deucalión, “más bien, creo, se trate de la común madre Gea”. “Sí”, respondió Pirra, “y los huesos harían referencia a las piedras, dura osamenta de la Madre-Tierra”.
Así que recogieron todas las piedras que a la vista se ofrecían y comenzaron a lanzarlas de espaldas. Según caían al suelo iban creciendo de ellas varones y hembras. De esta manera surgió una nueva edad de los hombres, con gente de altas virtudes, caros a los ojos de Zeus.
Más, como es obvio, el mal no se extinguió por completo del mundo, como de buena ley hubiese debido acaecer, sino que sobrevivió a lomos de aquellos que habíamos dejado escalando las más escarpadas cimas. Algunos de ellos, al igual que Deucalión y Pirra, se habían salvado del diluvio. Y es que así eran los dioses griegos, que, a diferencia de otras religiones, tenían debilidades y fallos humanos. Y así sobrevivió en la humanidad la raíz del mal.
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