En una oscura noche de invierno de 1826, James Farley, respetable agricultor de Cambelltown, en el sur de Australia, caminaba cerca de una casa perteneciente a un hombre llamado Frederick Fisher.
Sentada en una balaustrada vio una figura que señalaba hacia un punto en la dehesa cercana. Tan siniestra era la figura que Farley huyó, convencido de haber visto a un fantasma.
Fisher era un reo en libertad provisional que se había convertido en próspero granjero. Poco antes de ser encarcelado por deudas había transferido todos sus bienes a otro ex convicto amigo suyo, llamado Geor-ge Worrall, para evitar que fuesen embargados por sus acreedores. A los seis meses de prisión había regresado inesperadamente.
El 26 de junio de 1826, meses antes de que Farley se encontrase al fantasma, se había visto a Fisher salir de una taberna de Cambelltown, después de pasar muchas horas bebiendo, y no se le había vuelto a ver. Worrall propaló la historia, perfectamente razonable, de que Fisher había vuelto a Inglaterra en el barco Lady Vincent. Pero tres meses después de la desaparición de Fisher, las autoridades desconfiaron y publicaron un anuncio en la Sydney Gazette, ofreciendo una recompensa de 20 libras por el descubrimiento del cuerpo de Fisher.
Worrall fue interrogado por la policía porque se le había visto usar unos pantalones que se sabía pertenecieron a Fisher. Entonces acusó a otros cuatro hombres de haber asesinado a su amigo, y declaró que los había visto hacerlo. Historia tan inverosímil despertó las sospechas oficiales.
Fue entonces cuando Farley vio al fantasma. A insistencia de Farley se desplazó a la dehesa un policía con un rastreador indígena. Allí encontró trazas de sangre humana en una balaustrada y, en el punto que había indicado el fantasma, descubrieron el cuerpo de Fisher salvajemente golpeado, enterrado en un pantano poco profundo.
Worrall fue declarado culpable del homicidio y, antes de su ejecución, confesó a un sacerdote que había matado a Fisher, aunque dijo que el golpe fue accidental.
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