¿Cuánto vale una idea?. ¿Qué valor le otorgamos a lo que sabemos hacer?. ¿Cómo ponemos negro sobre blanco la creación de un proyecto?. ¿Qué importe dinerario le ponemos a la implementación de todo esto?. ¿Qué valor final tiene una vez ejecutado?.
Varía ¿eh?
Pues si. Lo malo (o lo bueno) es que todo depende de la capacidad de transmitir la solvencia de la idea, el know-how, el proyecto, su puesta en marcha y su funcionamiento.
Si damos por bueno que la idea es estupenda, que quien lo propone es alguien que sabe de ello, que cree suficiente en el proyecto como para visionarlo en marcha, lo implementa y logra resultados con su funcionamiento, está claro que deberemos buscar algo parecido en el mercado y otorgarle un valor dinerario que sea proporcionado a los ingresos que aporta, sumado a sus expectativas de proyección.
En un momento de todo este proceso creativo y de puesta en marcha, está ese instante en el que quien va a ser usuario lo entiende como bueno, le convence y se convierte en un fiel defensor de las bondades que ofrece.
Pero en todo el proceso, va a ser necesaria la intervención de alguien que sonríe y da confianza y seguridad.
Esto último, está dentro del “saco” de las actitudes. Y a veces, es ese ingrediente que falta para conseguir la excelencia.
De nuevo, os propongo que nos observemos y convirtamos nuestras actitudes en nuestra mejor baza.
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