La noche del 26 de septiembre de 1950, el oficial de policía John Collins, y su ayudante, Joe Keenan, patrullaban por los alrededores de Filadelfia (EEUU), cuando vieron descender lentamente, a la luz de los faros del coche, una masa informe, blanquecina y temblorosa, que fue a posarse en el suelo.
Los dos hombres detuvieron el coche, y penetraron, linterna en mano, en el terreno baldío donde debía encontrarse aquella cosa. Al poco lo encontraron, y esta es la descripción que hicieron de ella: era una masa circular de cerca de dos metros de diámetro, espesa, de unos treinta centímetros alrededor del centro y unos cinco o seis centímetros en el borde.
La extraña cosa era de color rojo y temblaba como si estuviera viva. Cuando los policías apagaron las linternas, observaron que la extraña masa despedía una leve luz rojiza. Los dos hombres, un tanto atemorizados, decidieron regresar al coche y avisar por radio a sus colegas, para que vinieran a ver lo que acababan de descubrir.
A los pocos minutos, el sargento Joe Cook y el agente James Cooper, llegaron al lugar donde les esperaban sus compañeros, y los cuatro volvieron al lugar en la que estaba la curiosa cosa. Tras unos instantes, en que únicamente podían mirarla sin saber qué pensar, el sargento decidió que se la recogiera y se la llevaran a analizar. Collins fue el encargado de hacerlo, pero la masa de deshacía en su mano, dejándole una sensación de grasa entre los dedos. En apenas media hora, la masa toda se fue desintegrando, evaporándose para siempre.
Nunca se supo que pudo ser aquello, pero una cosa quedó claro para los cuatro policías, esa masa caída del cielo, había tenido vida.