Las emociones, aves de paso

“Todo pasa y nada queda”, esta línea, que pertenece al poema Caminante no hay camino de Antonio Machado, la popularizó el cantautor Joan Manuel Serrat y seguramente alguna vez la has escuchado.

Es incuantificable la cantidad de refranes y sentencias populares que repiten una y otra vez lo que tanto nos cuesta aprender: “no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. Esto significa que las emociones, aún las más dolorosas o alegres, son pasajeras. Nadie puede permanecer eternamente en el éxtasis o la desesperación: el enojo, la tristeza, incluso la alegría o el enamoramiento, nos acompañan por tiempo limitado.

Las emociones, por definición, son transitorias. Comienzan en un instante, van creciendo en intensidad, llegan a su punto más alto y a partir de ahí, disminuyen hasta desaparecer.

Por un lado, es un consuelo saber que no duran para siempre. Vale la pena recordarlo cuando sufrimos un dolor o una pérdida muy grande. Por otro, quizá nos sintamos decepcionados: ¡ojalá fuera posible que viviéramos felices o enamorados para siempre!

Lo complicado sin embargo, es el riesgo de tomar decisiones justo en el momento más intenso del ciclo de una emoción, lo que nos expone a muchos riesgos. La intensidad de una emoción frecuentemente entorpece a la razón, y es frecuente tomar malas decisiones si estamos sumergidos en las aguas más profundas de un sentimiento.

Por ejemplo, cuando nos enojamos, lo último que se nos ocurre es que el coraje va a desvanecerse dentro de un rato. La intensidad con la que experimentamos las emociones nos hacen pensar que durarán por siempre, lo que nos empuja a precipitar nuestras decisiones.

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