Fragmento de la Sexta Conferencia del libro “La Astrología como Ciencia Oculta”, de Oscar Adler.
Los antiguos egipcios poseían una ley astrológica que en cierto sentido permite apreciar cómo veían ellos el momento cósmico del nacimiento del niño, en relación con las condiciones terrestres de la concepción. Esta ley, conocida bajo el nombre de “ley de Hermes” es como sigue: “El punto del zodíaco en que, en el momento de la concepción, está la Luna, estará al nacer el niño exactamente en el horizonte del este o del oeste, y el punto del zodíaco en que está la Luna en el momento de nacer el niño es, a la vez, el mismo punto del zodíaco que, en el momento de la concepción, estaba en el horizonte, es decir que en ese momento salía o se ponía”. Es así que la Luna se convirtió en una especie de control de nacimientos (recordemos que, entre los griegos, la diosa lunar Artemisa era a la vez la diosa del nacimiento). Ya estamos en condiciones de darnos cuenta de que en este ley de Hermes, de la que nos ocuparemos en el curso de nuestras diservaciones, se anuncian conocimientos de muy profundo alcance.
El principio lunar, el semicírculo, era el principio femenino, el principio de la función memorística, de carácter pasivo, conservador, vuelto hacia el pasado, el principio reproductivo vuelto hacia la fase nocturna. El horizonte o frontera entre el día y la noche está, por así decir, en el cruce entre el pasado y el futuro. Es el principio de la memoria hereditaria el que en cierta medida se halla bajo el horizonte, en el ámbito de la noche. Por el nacimiento, dicho principio es sacado de este ámbito, y traspone la frontera que separa el pasado del futuro, pasando a integrar el reino del dia. De modo que no debemos considerar casual el momento del nacimiento. Tampoco la ciencia exotérica lo considera casual. Es por eso que las ciencias naturales, teniendo en cuenta precisamente que el momento del nacimiento no es más que la finalización de la fase de vida intrauterina del ser humano, de modo que en manera alguna es ese el momento en que se configura el ser humano individual, preguntan por qué la astrología considera tan importante el momento del nacimiento, al extremo de tomarlo como punto de partida para la concepción astrológica del individuo humano.
Y bien, en cierto sentido ya hemos respondido a esta pregunta; pero no lo bastante. La pregunta que a continuación surge, como consecuencia de aquella otra, nos muestra la dificultad íntegra de este problema.
Veamos esa pregunta: si el ser humano no se origina en el momento de nacer, ¿por qué no se elige más bien como punto de partida de la horoscopía el momento de la fecundación?
Pero: ¿Acaso el hombre se origina en el momento de la fecundación? El huevo y la célula espermática que se unen en la fecundación existían ya antes de tal fecundación, y su historia, la historia del plasma germen del ser humano, se remonta a un pasado eónicamente remoto, hasta el “seno de Adán”, tan lejos que no hay fantasía que lo pueda pensar hasta el fin, de modo que, si quisiéramos retroceder hasta el momento del “origen” del ser humano, tendríamos que llegar a la conclusión de que todos los hombres tienen la misma edad. Es decir que ninguno de nosotros llega a esta vida sin la carga de un pasado tremendamente largo, que se remonta a tiempos eónicamente remotos y configura su prehistoria, hasta llegar a aquella última etapa de su historia que comienza con el momento del nacimiento.
Y a continuación, profundizaremos esta noción, la que, por lo pronto nos permite conocer bastante de cerca las ciencias naturales.
Desde el punto de vista de estas ciencias, la historia del individuo humano puede remontarse hasta un grado determinado, al investigarse las ramificaciones de su árbol genealógico; es así que dicha historia se convierte en historia familiar e historia de la especie, desembocando finalmente de alguna manera en la oscuridad del pasado histórico, oscuridad imposible de aclarar.
Cada uno de nosotros trae algo de este pasado, algo que debemos considerar como herencia de esta serie de antepasados; cada uno de nosotros trae sus predisposiciones hereditarias, las buenas y las malas, tanto en lo físico como en lo psíquico mental; y las traemos como heredad que nos transfirieron nuestros padres; pero los padres no son más que los antepasados recientes dentro de dicha transmisión, son los últimos en conferirnos la heredad, modificada por la propia heredad de ellos, una heredad proveniente de un pasado histórico remotísimo que confluye en el cuerpo y en sus disposiciones, tal y como el hombre las encuentra al nacer.
Y este pasado del hombre halla su correspondencia en la constelación del momento de su nacimiento.
Pues también esto tiene su historia preliminar, su premisa, a saber: las constelaciones que se unen en el levantamiento de su horóscopo han llegado a través de peregrinaciones de siglos, milenarios, millones de años, por los espacios, al lugar en que se encuentran “el día que te dio a este mundo”.
Estas constelaciones han andado por los espacios durante millones de años, esperando pacientemente el momento en que tú aparecieras para brindarse en una constelación que ni antes ni después sería igual, para configurar tu horóscopo! Millones de seres humanos vivieron antes de ti, formando la cadena de tus antepasados, vivieron y amaron, haciendo posible con su vida el que tú aparecieras sobre esta Tierra, el que tú debieras aparecer sobre esta Tierra.
No nos cabe duda de que un singular sentimiento se apoderará de todo aquel que piense esto por primera vez, que comience a conocerse por primera vez en su horóscopo. Un singular sentimiento, lleno de contradicciones que, por un lado, lo pondrá frente a la idea de la importancia de su existencia, mientras que por otro lado, le expondrá la insignificancia de tal existencia, en su calidad de fase perecedera del curso cósmico, del discurrir del universo que irá más allá que él, que concluirá por ignorarlo, como si jamás hubiese existido o somo si, en el mejor de los casos, hubiese llegado a ser miembro de una serie de antepasados de futuros herederos abocados a la misma ilusoria situación que él.
Por lo tanto, ¿qué soy en realidad? ¿Qué significa el hecho de que yo haya sido puesto en el final provisorio de una serie evolutiva que, habiendo comenzado con el principio arquetípico de la humanidad, me ha tomado a mí en este momento como punto de mira? ¿Acaso fui yo especialmente ennoblecido por aquella remotísima serie genealógica, ennoblecido por el hecho de que la multitud de seres humanos que me precedieron como miembro de tal serie, como miembros ya desaparecidos de tal serie, vieran en mí el cumplimiento del sentido de sus vidas, vieran en mí al heredero universal del cosmos? ¿Acaso sea al revés, es decir que, en presencia de las miríadas de comarcas solares que me miran de lo alto, mi nobleza no significa nada? ¿Soy una pobre “nada”, a despecho de mi aparente dignidad?
Por más que yo crea ser el punto de mira de una tan antigua serie evolutiva, de una serie que me confirió este cuerpo con todos sus atributos –cuerpo en el que confluyen los rayos cósmicos, en la forma anteriormente caracterizada, o sea, en forma “única”, jamás repetida-, sucederá que las mismas fuerzas que contribuyeron a crearme, continuarán obrando dentro de mí según las mismas leyes. ¿Qué importancia tiene, pues, el que sea yo quien pueda seguir asistiendo conscientemente a la obra futura de las fuerzas cósmicas, y qué importancia tiene el hecho de que haya sido encendida esta pequeña chispa que es mi conciencia?
En el mejor de los casos, ¿qué puede aportar mi vida a las inmutables leyes cósmicas a las que estoy sometido? ¿Cuál puede ser el contenido de esta mi vida, sino el de cumplir coercitivamente las necesidades, de las cuales estoy destinado a ser simplemente un espectador, mientras dure el breve período de tiempo que es mi existencia? En otras palabras: ¿Acaso el horóscopo, tal y como lo encuentra el hombre en el momento de nacer, no determina de antemano la línea que seguirá en lo futuro la existencia, con la totalidad que hace a su contenido? ¿No determina el horóscopo de antemano, inexorablemente, la obligación de aceptarlo todo, todo suceso, todo pensamiento, todo sentimiento, y aún toda acción, siendo pues, yo mismo nada más que un esclavo indefenso de tal inexorable exigencia, un esclavo cuya máxima sabiduría no puede residir más que en aceptar todo esto? ¿Queda, al cabo de todas estas exigencias, algo así como un resto de “libertad” para mí?
Es fundamentalmente importante que hoy respondamos a estas preguntas: si ellas quedan sin respuesta, ¿qué sentido tendría para nosotros el estudio de la astrología?
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