Con mensajes sutiles, pero contundentes, desde la infancia a veces te imponen un mandato: prevalecer sobre los demás. Que levante la mano el padre o la madre que no haya sucumbido a la tentación de decirle a uno de sus hijos: Mira como tu hermanito si hace o no hace, esto o lo otro. La comparación, siempre odiosa, se utiliza como recurso frecuentemente.
En la escuela, ni se diga. El mismo sistema de “calificaciones” es una fuente constante de paralelos entre las personas. Suele haber ganadores y perdedores en el esquema. Tempranamente te inculcan que prima una especie de “ley de la selva” en la que “los fuertes” son quienes llevan todas las de ganar y el medio laboral termina prolongando la idea.
La cultura y el sistema económico te llaman mucho más a la competencia que a la solidaridad. Es tan fuerte el postulado que terminas identificando el sentido de la vida con el éxito. Si ocupas un lugar “destacado”, tu vida tiene sentido; si no es así, tu vida “carece” de razón. Y, por supuesto, “éxito” significa, primero, ser “bien calificado”; y segundo, por lo mismo, estar por encima de otros.
Además de un notable esfuerzo, alcanzar esa clase de éxito supone algunos costos bastante altos. El primero, y el más elevado, es el de renunciar a esa suerte de intimidad que generan los lazos fraternales. Los demás dejan de ser todo un mundo con el que puedes entrar en contacto y se convierten en un punto de referencia dentro de una escala.
Aunque no grites, ni hagas escena, la competencia te pone en estado de guerra. Tu posición de vida es básicamente agresiva: vencer para prevalecer. Eso supone una importante inversión de recursos intelectuales y emocionales. Tienes que mantenerte alerta para evitar que quien está detrás de ti te saque del juego. Y también debes mantenerte atento a cualquier oportunidad para salir del que está por delante.
Por eso el estrés y las adicciones son la cara oculta tras la fachada de grandes éxitos individuales. El estado de alerta constante y la cantidad de energía desplegada para vencer, son tales que terminan sobrepasando a cualquiera. Entras, sin darte cuenta, en un estado de tensión constante que más tarde o más temprano, también te cobra factura en la salud física.
Pero además hay otras secuelas. El poder, la fama y el dinero, los tres grandes emblemas del éxito, forman parte de esas realidades voraces e insaciables. Eso quiere decir que nunca es suficiente para ti. Su dinámica es envolvente y por eso siempre habrá una vocecilla que grita desde el fondo: más, mucho más.
Cuando menos te des cuenta te habrás convertido en una persona suspicaz y desconfiada. Tal vez “hábil” para moverte en el terreno de la competencia, pero completamente analfabeta en el campo del afecto. Quizás triunfador en algún ámbito de la vida, pero fracasado en otros. Alguien te preguntará “¿Eres feliz?” Y dirás que sí (el guerrero jamás dice que no). Pero otra cosa dirá tu dificultad para descansar, reír, jugar.
Dice Jean Piaget que la inteligencia, desde el punto de vista moral, se expresa como voluntad de cooperación. La competencia como norma de vida lleva implícia una especie de miopía. Opera en el aquí y en el ahora, pero a largo plazo y vista desde un contexto de sociedad e historia, trae múltiples males consigo. Es un atributo triste.
Las grandes guerras comienzan siempre con esas contiendas del día a día en las que el otro es visto como un virtual enemigo. Por eso nunca sobra recordar las palabras del poeta John Donne, que le dieron vuelo y dirección a una de las grandes obras de Hemingway:
“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra.; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.” -
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