Muchas veces se vive muriendo lentamente. A trocitos vamos dejando el alma perdida en el aburrimiento, en la aceptación de la vida rutinaria y en esa falsa comodidad que creemos cúspide de la seguridad. Con los años dejamos de entender que la vida es riesgo. Este mensaje lo asumimos muy bien cuando somos jóvenes pero vamos soltando su mano poco a poco cuando comenzamos a creer que tenemos algo. Los jóvenes no tienen miedo a perder nada porque nada tienen y lo tienen todo. Tienen sus ganas de ser, su fantasía intacta, su poder interior de lucha, sus ganas de reir a pesar de los problemas, la ilusión de creer en el mañana y una inagotable fuerza de carácter para seguir adelante a pesar de las dificultades. Debemos rescatar aquello que también nosotros fuimos. Hay que buscar metas que nos coloquen en posición de salida hacia la mejora de nosotros mismos. Buscar ilusiones compartidas, objetivos de llegada que obliguen a demostrar nuestra voluntad y esa inestimable capacidad de seguir ilusionándonos por la vida. No podemos dejarnos caer en el cómodo sillón de nuestra casa sin haber sentido antes el cansancio del empeño en el trabajo con uno mismo. Posiblemente, vivimos demasiado en función de los demás. Con mucha facilidad olvidamos que nosotros tenemos una función en nuestro pequeño medio social. Que somos como un pequeño iman capaz de atraer muchas situaciones. No perdamos la oportunidad de seguir creciendo. No podemos establecer el momento presente como la meta definitiva. Nada está terminado. La vida sigue necesitándonos.