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 El antídoto contra la agresividad

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Nemesis
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Nemesis


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MensajeTema: El antídoto contra la agresividad   El antídoto contra la agresividad Icon_minitimeLun Sep 09 2013, 00:56

Las enseñanzas budistas nos dicen que la paciencia es el antídoto contra la agresividad. Cuando sentimos cualquiera de sus formas -odio, rencor, espíritu de crítica, ganas de pelea, etc.- es el momento de aplicar todas las prácticas que hemos aprendido y los consejos que hemos recibido o incluso dado a los demás. Sin embargo, a menudo, todo ello no parece servir de ayuda. Y esta es la razón por la que el tema de la paciencia ha atraído mi atención desde hace ya tiempo: porque no es nada fácil saber cómo actuar cuando la cólera se apodera de nosotros.

Si la paciencia era el antídoto contra la agresividad, había que concentrarse en estudiarla. Y durante el proceso aprendí muchas cosas sobre lo que es y lo que no es la paciencia. Ahora quiero compartirlo con vosotros para animaros a descubrir cómo trabaja la paciencia con la agresividad.

Para empezar, hay que darse cuenta de la relación de la paciencia con el fin del sufrimiento. Cuando nos domina la agresividad –y en cierta medida esto se puede aplicar a cualquier estado emocional alterado- hay una poderosa fuerza que nos empuja a la descarga. Es tan doloroso sentir el aguijón de la cólera que deseamos resolver la situación cuanto antes mejor.

¿Y qué es lo que solemos hacer? Justo lo que aumenta la escalada de la cólera y el dolor: repartir tortas y devolver los golpes. Cuando algo hiere nuestros sentimientos hay en ello inicialmente una cualidad de delicadeza, una vulnerabilidad que nos pasa desapercibida por la velocidad a la que actuamos. Uno se encuentra a sí mismo en medio de un torbellino de sentimientos. Y se debate con sus palabras o sus acciones para escapar de la agresión y el dolor, creando más agresión y dolor.

En este punto ‘paciencia’ significa andar listo: saber pararse y esperar. E implica también callarse, ya que cualquier cosa que se diga será agresiva, aunque sea “te amo, cariño”.

En cierta ocasión, yo estaba muy enfadada con un compañero y lo llamé por teléfono. No recuerdo el motivo de mi enfado, el caso es que no podía dormir porque me sentía furiosa. Hice todas las meditaciones que conozco para estos casos, pero ninguna me ayudaba. De modo que me levanté a media noche y lo llamé por teléfono. Cuando descolgó el aparato lo único que dije fue: “¡Hola, Yeshe!”. Y él inmediatamente me preguntó: “¿He hecho algo mal?”. Yo pensaba que sería capaz de disimular con una capa de dulzura mis verdaderos sentimientos, pero el mero tono de mi saludo me traicionó. Esto es lo que pasa con la cólera: si hablas se te nota. El problema ya no es lo que se diga, sino que estás sentado sobre un polvorín y transmites esa vibración.

La paciencia tiene mucho que ver con andar listo en ese instante y esperar: no hablar y no hacer nada. Por otra parte esta conducta es también una oportunidad para darse cuenta de manera rotunda del enfado que uno tiene. No se trata de suprimir nada, la paciencia no va por ahí. De hecho el tema es comportarse con uno mismo de manera honesta y amable. No dedicarse a rumiar los pensamientos discursivos y sí querer enterarse del enfado que uno tiene. Y al mismo tiempo hay que dejar que continúe el diálogo interno, en el que culpamos y criticamos, y probablemente sentimos también culpa y remordimiento por haber actuado como lo hemos hecho. Es un momento complejo, porque uno se siente mal por estar enfadado, pero al mismo tiempo está realmente enfadado y no puede detenerlo. Es un sentimiento confuso y difícil. Pero hay que permanecer paciente con la confusión y el sufrimiento que comporta.

La paciencia posee una enorme honestidad, al tiempo que impide que las cosas se salgan de sus cauces, y concede espacio a los otros para hablar, para que se expresen ellos, mientras uno permanece sin reaccionar, aunque por dentro lo esté haciendo. Abandonamos las palabras y no nos movemos del sitio.

De este modo la persona paciente desarrolla un carácter intrépido. Cuando se practica el tipo de paciencia que conduce a la desactivación de la agresividad y la cesación del sufrimiento, se cultiva un enorme coraje. Se comprende la cólera y cómo genera palabras y acciones violentas. Se contempla el proceso entero sin involucrarse en él. Cuando se practica la paciencia no se reprime la cólera, sino que uno se sienta directamente sobre ella. Y como resultado se consigue conocer la energía de la cólera y adónde conduce, sin necesidad de llegar a sus extremos. Hemos dado vía libre muchas veces a nuestra cólera y sabemos hasta dónde nos puede llevar. El deseo de decir algo mezquino, de murmurar, de calumniar, de quejarse, es como un maremoto. Pero uno se da cuenta de que estos comportamientos no le liberan de la agresividad, sino que la aumentan. Por tanto uno opta por ser paciente, paciente consigo mismo.

Desarrollar la paciencia y la intrepidez significa aprender a convivir con la irritabilidad. Es como montarse en un caballo salvaje o sobre un tigre que puede devorarnos. Hay un poema que cuenta la siguiente historia:

“Había una joven en Nigeria que iba riendo subida a lomos de un tigre; a la vuelta la chica iba dentro del tigre y la sonrisa en la boca del animal”.

Permanecer ‘sentado’ sobre el propio malestar le hace a uno sentirse como si montara un tigre, a veces es aterrador.

Cuando examinamos este proceso aprendemos algo muy interesante: que no existe otra solución. La solución que los seres humanos buscamos parte de un error de base: pensamos que todo la tiene, pensamos que podemos resolver cualquier cosa. Sentimos nuestra poderosa energía y estamos inquietos hasta que las cosas se ajustan al modo seguro y confortable que deseamos, ya sea a favor o en contra, para bien o para mal.

Sin embargo, la práctica que estamos haciendo no nos deja nada a lo que agarrarnos. Ni siquiera las enseñanzas budistas son un asidero. En este trabajo con la paciencia y la intrepidez, aprendemos a ser pacientes con el hecho de ser seres humanos, de que cualquiera que nace y muere busca constantemente, desde el principio hasta el final, algún tipo de solución a este inquieta y tensa energía. Y no existe. La única que hay es pasajera y deja un rastro de mayor sufrimiento. Descubrimos que de hecho la alegría y la felicidad, la paz, la armonía y el estar centrado provienen de ser capaces de permanecer estable mientras el malestar surge, se despliega y se desvanece. La energía jamás produce nada sólido.

De manera que todo el tiempo estamos en el torbellino de la energía. El modo de conectar con la dulzura inherente de nuestro verdadero corazón es no moverse y ser pacientes con este tipo de energía. No debemos censurarnos a nosotros mismos si fallamos, porque no somos más que seres humanos; lo único que debe importarnos es tener suficiente coraje para profundizar en nuestra reacción instintiva de buscar tierra firme bajo los pies.

La paciencia es una práctica tremendamente maravillosa, compasiva y transformadora. Es una técnica para cambiar de raíz la costumbre que tenemos de resolver las cosas por la derecha o por la izquierda, juzgándolas buenas o malas. Es el mejor modo para desarrollar coraje, para averiguar de qué va realmente la vida.

La paciencia es además ‘no ignorancia’. De hecho paciencia y curiosidad van de la mano. ¿Deseas saber quién eres? ¿Quién eres en el plano de tus patrones neuróticos? ¿Quién eres en un nivel más allá del nacimiento y la muerte? Si deseas contemplar la naturaleza de tu propio ser, necesitas ser inquisitivo. El camino para ello es un viaje de investigación que comienza mirando a fondo en lo que tengas en marcha en estos momentos. Las enseñanzas nos hacen un montón de sugerencias sobre dónde enfocar nuestra atención, y las prácticas nos indican cómo mirar. La paciencia es una exquisita instrucción en este proceso. Por el contrario la agresividad nos impide fijarnos: es el fin de nuestra curiosidad. La agresividad resuelve las situaciones a través de un patrón de conducta fijo, sólido, tajante; uno gana y el otro pierde, eso es todo.

Cuando nos decidimos a investigar, solemos notar que cualquier tipo de sentimiento penoso que tengamos, si realmente nos concentramos en él, dentro suyo siempre hay algún tipo de apego. Siempre hay algo que nos tiene atrapados.

Estoy convencida de ello, no obstante cada uno debe ver por sí mismo si es cierto. Buda enseñó que la primera verdad es que todos sufrimos a causa del apego. Así está en los libros; aunque uno debe darse cuenta por sí mismo para que se trate de algo auténtico.

Tan pronto como descubrimos que en nuestro dolor emocional hay algo que nos tiene presos, hemos llegado a uno de los lugares que se convertirá en familiar en nuestro camino espiritual. Al principio parecerá que cada momento de nuestra vida transcurre en ese sitio, hasta el momento en que nos damos cuenta de que realmente podemos elegir. Podemos elegir abrir o cerrar, agarrar o soltar, ser duros o amables.

Y esta elección se nos presenta una y otra vez de forma recurrente. Por ejemplo, tenemos un gran sufrimiento, miramos dentro de ese sentimiento y nos damos cuenta de que hay algo muy doloroso a lo que estamos aferrados. En ese momento podemos elegir: podemos soltarlo, lo cual implica que hemos conectado con la dulzura que hay debajo de ese dolor. Tal vez cada uno de nosotros ya hayamos descubierto que debajo del sufrimiento que producen siempre las resistencias, el estrés, la agresividad y los celos hay una enorme dulzura que estamos intentando proteger. La agresividad surge por lo general cuando alguien hiere nuestros sentimientos. La primera respuesta es muy dulce, pero inmediatamente nos endurecemos, antes incluso de darnos cuenta de que lo estamos haciendo. De modo que podemos elegir entre soltar el dolor y conectar con nuestra dulzura o continuar aferrados a él y seguir sufriendo.

La simple curiosidad, el hecho de querer investigar, requiere una enorme paciencia. Cuando nos damos cuenta de que en este preciso instante hay algo que nos tiene atrapados y de que podemos elegir, se requiere gran paciencia para decidirse a profundizar en ello. Porque uno desearía no hacerlo, negarse. Lo más fácil es decirnos: “¡No quiero saber nada!”. Tenemos miedo porque, aunque estemos cerca de conseguirlo, el pensamiento de soltar siempre nos asusta. Sentimos como si de alguna forma fuéramos a morirnos. Y queremos estar bien. Si soltamos, algo morirá. Y precisamente necesitamos que algo muera para gozar del gran beneficio de su muerte.

A veces, sin embargo, es muy fácil. Cuando nos embarcamos en este viaje de autodescubrimiento y notamos que hay algo a lo que estamos aferrados, a menudo vemos que no se trata más que de una pequeñez. Una vez me quedé atascada en algo descomunal, y Trungpa Rimpoché me lo advirtió. Me dijo: “Es demasiado para ti; todavía no eres capaz de deshacerte de ello, practica primero con las cosas sencillas. Empieza dándote cuenta de todas las pequeñas cosas a las que estás apegada y te resultará más fácil entender qué significa soltar”.

Fue un estupendo consejo. No debemos enfrentarnos de entrada con lo más grande, porque no podremos. Es demasiado amenazante. Puede incluso ser demasiado cruel soltar algo ahí mismo, en el acto. Incluso con las pequeñas cosas podemos, aunque sea de forma intelectual, comenzar a ver que el hecho de soltar puede tener una enorme trascendencia, una relajación y una conexión con la suavidad y la ternura del verdadero corazón. Un auténtico gozo emana de esto.

Pero que seamos capaces de ver cómo el apego incrementa el sufrimiento no significa que estemos a punto de soltar, porque hay mucho en juego. Y lo que está en juego es ni más ni menos que nuestro sentimiento de quién somos, nuestra entera identidad. Estamos empezando a movernos en el territorio del no-ego, en la naturaleza insustancial de uno mismo –y de todas las cosas, por supuesto-. Las antiguas enseñanzas teóricas y filosóficas pueden parecernos muy reales cuando comenzamos a tener un atisbo de lo que estamos realmente hablando aquí.

Se necesita un montón de paciencia para no comenzar a aporrearse a sí mismo por cada fracaso con el soltar. Pero si aplicamos la paciencia al hecho de no ser capaz de soltar, esto de algún modo sirve de ayuda. Ser paciente con la incapacidad para soltar ayuda a alcanzar el punto en que el desapego comienza a producirse de manera gradual –a un ritmo sensato y amoroso, al ritmo en que nuestra sabiduría básica nos permite movernos-. Ya es un gran logro el simple hecho de haberse dado cuenta de que podemos elegir. Y en ese punto lo único que necesitamos es paciencia para esperar y aflojar, para soportar el desasosiego y la irritabilidad y la inquietud de la energía.

He llegado a darme cuenta de que la paciencia tiene en sí misma un montón de humor y espíritu juguetón. Es un error monumental pensar en ella como ‘aguante’ o traducirla por “al mal tiempo buena cara”. Porque ‘aguante’ implica un cierto grado de represión o el intento de vivir de acuerdo a alguna norma de perfección ajena. Por el contrario, uno siente que debe ser extremadamente paciente con lo que ve respecto a sus imperfecciones. La ‘paciencia’ en este sentido es sinónimo de bondad, porque la bondad es capaz de actuar a ritmo muy lento. Estamos, pues, desarrollando paciencia y bondad con nuestras imperfecciones y limitaciones, para poder mantener nuestros ideales más elevados. Alguien pronunció una vez una frase que me gustó: “Rebaja tus expectativas y ajústate a ellas”.

Uno de los aforismos del maestro budista hindú Atisha dice: “Cualquiera de las dos cosas que suceda, sé paciente”. Quiere decir que si se produce una situación dolorosa seamos pacientes, pero que si lo que se produce es una situación placentera también hemos de serlo. Es una postura interesante en términos de paciencia y cesación del sufrimiento, o de paciencia e intrepidez, o de paciencia y curiosidad. Vivimos a sobresaltos, y ya sean de dolor o de placer buscamos soluciones. Pero si somos felices de verdad, si algo es importante, debemos ser pacientes con ello, no hay que estallar ni ponerse a mil por hora –refrenar las compulsiones de comprar, de hablar, de actuar.

Me gustaría insistir en que una de las cosas que se puede hacer para desarrollar la paciencia es acostumbrarse a reconocer que “¡Oh, volví a hacerlo!”. Hay un eslogan que dice: “Una vez al principio y otra al final”. Y significa que cuando nos levantamos por la mañana formulamos un propósito, y al final del día, con una actitud amable y cariñosa, revisamos si lo hemos llevado a cabo. Normalmente formulamos algún propósito del tipo: “Hoy voy a ser paciente” (y en el momento de decirlo ya estamos imaginando que vamos a fallar). En vez de esto, podemos decir: “Hoy voy a poner en práctica todos mis recursos para intentar ser paciente”, y al llegar la noche revisamos el día entero de manera afectuosa y sin autocastigarnos. Y seremos pacientes si, al revisar el día que acaba o simplemente los últimos cuarenta minutos, descubrimos que: “Me he comportado de manera tan eufórica como nunca lo había hecho en mi vida”, o “He estado más agresivo de lo que jamás había estado”, o “me he dejado llevar por la irritación de manera incontrolable”. Si uno tiene veinte años, lleva veinte años comportándose así, y lo mismo si tiene setenta y cinco. Da igual. Lo importante es que uno se dé cuenta y diga: “¡Quiero un respiro!”.

El camino para desarrollar la bondad y la compasión es ser paciente con el hecho de que somos un ser humano y cometemos errores. Esto es más importante que hacerlo todo bien. Y parece que funciona únicamente si aspiramos a darnos una oportunidad de cambio, de clarificación, practicando la paciencia y las otras cualidades semejantes, como la generosidad, la disciplina y la observación. Como sucede con el resto de las enseñanzas, no hay nada que ganar ni nada que perder. La actitud correcta no es decir: “Como nunca he sido capaz, no voy a volver a intentarlo”. Nunca has sido capaz pero vas a seguir intentándolo. Y, curiosamente, esto añade algo: añade bondad para con uno mismo y con los demás. Te buscas a ti mismo y te vas encontrando donde quiera que vas. Y ves a toda esa gente que se ha perdido, como te pasa a ti. Pero a continuación ves a todos los que se han encontrado a sí mismos y te ofrecen el regalo de la intrepidez. Y dices: “¡Oh, qué gente más estupenda: son ellos mismos!”. Y comienzas a apreciar el más leve gesto de valor en los demás, pues ahora sabes que no es fácil, y esto te inspira a ti también de forma intensa. Así es como nos ayudamos unos a otros.

http://www.revistadharma.com/pema.htm
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