Animín Animón era un niño muy especial. Cuando era pequeñito, mientras estaba en la tripita de su mamá, tuvieron un accidente, y resultó que nunca pudo llegar a andar. Pero para Animín, eso nunca había sido un problema porque desde siempre estuvo contentísimo de haber podido seguir creciendo y convertirse en un niño mayor. Y era tanta la alegría y el entusiasmo que tenía, que era capaz de contagiársela a cualquiera, hasta el punto de que terminaron por llamarle Animín, porque daba ánimos a todos los que le rodeaban.
Y la verdad era que se notaban mucho sus ánimos, y no había albañil, cartero o taxista que no estuviera encantado de encontrarse con Animín: ¡Ánimo, señor cartero, a este ritmo hoy entregará más cartas que ningún día!, decía, o "¡Genial, señor taxista, usted aparca mejor que nadie, debería apuntarse a un concurso!". Además, Animín siempre tenía buenas ideas y soluciones para todo, y las repartía tan generosamente, que no pasaba un día en su ciudad sin que nadie hubiera hecho un trabajo excelento o terminara inventando algún nuevo aparato.
Pero un día, Animín se encontró con alguien duro de pelar. Llegó de vacaciones a la ciudad Pupitas, el niño llorón. Daba igual lo que Animín le dijera, el niño llorón siempre encontraba algún motivo para estar triste: "que si tengo pocos caramelos", "que si mis papás no me han comprado este juguete", "que si no puedo ver la televisión", "que si tengo que ir al cole y no me gusta"..., vamos, que todo le parecía mal. Pero Animín no se dejaba contagiar por alguien tan protestón, y cada vez pasaba más tiempo con él, tratando de animarle constantemente, como hacía con todo el mundo. Hasta que un día, mientras los dos iban juntos por la calle, alguien dejó caer una tarta desde una ventana, con tan mala suerte que fue a dar de lleno en la cabeza de Animín, quien se llevó tal susto que no podía ni mover la boca. Ambos se quedaron callados, y aunque Pupitas estaba a punto de echarse a llorar, durante aquel silencio empezó a echar tanto de menos alguna de las palabras alegres de Animín, que finalmente fue el propio Pupitas quien terminó diciendo: "Vaya, Animín, ¡menudo disfraz de Payaso que te has puesto en un momento!".
Y al decir aquel comentario alegre, Pupitas se sintió tan bien, que comprendió por qué Animín siempre estaba alegre y animoso, y se dio cuenta de que se había acostumbrado tanto al entusiasmo de Animín, que ya no podía dejar de ver el lado bueno y divertido de todas las cosas.
Autor.. Pedro Pablo Sacristán