Por Gillian MacBeth-Louthan
Cuando estábamos en espíritu, todas nuestras elecciones parecían sumamente fáciles, sin que necesitásemos hacer ningún esfuerzo. Sabíamos que elegiríamos correctamente sin problemas, sabíamos que cada elección tenía una conexión divina y una contrapartida. Cuando entramos en este aspecto sólido de divinidad, la Tierra tridimensional, el cuerpo, todos comenzamos a olvidar que teníamos amnesia planetaria. Nos volvimos holográficamente limitados y temerosos. Dimos pasos de bebé, no los pasos gigantescos que le habíamos prometido al universo.
En el ómnibus que nos llevaba a la Tierra, el conductor habló del helado Ben & Jerry, del chocolate Godiva, de montones de sexo y todos los bienes tangibles que podíamos esperar en nuestra estadía en el planeta. El conductor nos dijo que olvidaríamos de dónde veníamos, que nos olvidaríamos de sólo ser, que permaneceríamos enredados en la red terrestre del olvido y que a veces nos sentiríamos abandonados, desesperanzados y solos. Y que entonces llegaría el día en que recordaríamos una vez más quiénes éramos y por qué estábamos aquí en la Tierra y todo el cielo cantaría de alegría.
A todos nos entusiasmaba mucho venir a la Tierra, sentir emociones, sentir amor, besar y saborear todo lo que la Tierra tenía para ofrecer. No escuchamos al conductor, no escuchamos con el corazón. Así que todos nos bajamos del hermoso ómnibus amarillo y entramos en este mundo gritando y pataleando. Algunos nos quedamos, otros se marcharon a casa de inmediato.
Hasta que cumplimos unos cinco o seis años, todavía podíamos recordar bastante bien. Todavía podíamos ver a nuestros ángeles y nuestros maestros de luz; ellos eran nuestros amigos invisibles y jugábamos con ellos y hablábamos con ellos en la mesa a la hora de la cena. Muy pronto comenzaron a llegar cataratas cósmicas que nos impidieron recordar, mostrándonos las así llamadas limitaciones de este planeta, de este mundo.
Nosotros éramos los maestros de luz, los que se ofrecieron para guiar a la Tierra hacia su próximo paso, hacia la próxima luz, hacia su estrellato. Algunos de nosotros nos aferramos firmemente a los pequeños recuerdos, a los pedacitos de Cielo que aún residían en nuestro corazón. Nuestras visiones eran tan poderosas y eran un tesoro tal que nadie podía arrebatárnoslas. Las sosteníamos silenciosamente, sabiendo que algún día se manifestarían plenamente.
Nos adiestraba y enseñaba la Madre Tierra misma. Les hablábamos a los animales; ellos escuchaban y oían nuestro grito. Las flores conocían nuestros pensamientos mismos, el viento nos sostenía como una madre amorosa. Cada noche, después de dormirnos, volábamos por nuestro vecindario. Las estrellas nos enviaban recordatorios de quiénes éramos en forma de vehículos estelares y luces en el cielo nocturno.
Los demás niños de la Tierra veían que éramos diferentes y no escondían que lo sabían. Nos herían con sus palabras y sus palos y sus piedras, haciendo que nos encerrásemos aún más en nosotros mismos, alejándonos más de lo que era terrenal. Nos mirábamos en el espejo intensamente, más allá del cuerpo, nos mirábamos a los ojos y en el reflejo que teníamos ante nosotros, preguntándonos ¿Quién eres? ¿Dónde estoy?
Durante muchos años, el cuerpo pareció una carga y no un templo. Muchos de nosotros nos sentimos como extranjeros en tierra extraña –sólo queríamos volver a casa. No queríamos participar más en este juego de ser humanos, nos dolía ser humanos. Dolía sentir la tristeza y el dolor de todas las cosas y todas las personas que nos rodeaban. Todos habíamos nacido con empatía, sentíamos intensamente, hasta la médula misma de nuestro ser. Nuestros padres y nuestros compañeros lo veían únicamente como melancolía y creían que lo superaríamos, pero nunca lo hicimos. Así que nos volcamos más y más hacia nuestro interior, escondiéndonos de nuestros sentimientos, escondiéndonos de nuestra humanidad y escondiéndonos de lo que nos hacía especiales.
Durante años hicimos cuanto pudimos para olvidar, todos nosotros sólo queríamos olvidar que éramos distintos. Sin importar cuánto intentásemos ahogar nuestra luz interior, la llama nunca se extinguía. De hecho, cuanta más edad teníamos, más brillaba nuestra luz a través de todos los dispositivos de ocultamiento. Ya no podíamos escondernos de lo que éramos por más tiempo. Estábamos comenzando a recordar una vez más. Estábamos recordando que teníamos una misión importante, una promesa y una tarea que cumplir. Una y otra y otra vez escuchamos retumbar estas palabras en nuestra mente y nuestro corazón: Sólo ama, simplemente ama a esas personas.
Muéstrales amor. Recuerda, sólo amor.
De vez en cuando nos atrevíamos a aventurarnos en el mundo real. Tratábamos intensamente de mostrarles a otros qué era verdad, qué era luz, qué era amor, tal como lo conocíamos, tal como lo recordábamos. Nuestras palabras y acciones caían en oídos sordos y en corazones ciegos. No estaban listos para oír la verdad, para ver la luz, para aceptar el amor. Y nos lo hacían saber fuerte y bien claro.
A lo largo de nuestro camino, el Universo envió ángeles y hermosas visiones para mitigar el dolor de lo humano. A medida que envejecíamos, nuestros dones comenzaron a amplificarse. Sin importar cuánto tratásemos de alejarlos, ellos irrumpían a través de la etapa cristalina del letargo y demandaban más de nosotros, aproximándonos más a nuestra luz. Las visiones nos hablaban de un tiempo en la Tierra en el que finalmente todos se refregarán el sueño de los ojos y despertarán al recuerdo de su divinidad. Las visiones nos decían que no estábamos solos en la Tierra, nos hablaban de verdades que serían desveladas y reveladas. Las visiones nos hablaban del tiempo en que seríamos los conductores de la luz y guiaríamos a las personas de la Tierra de regreso a la Fuente, a la Luz Original, a la singularidad, un Dios, una luz, un corazón. Un tiempo en el que cada rostro que mirásemos reflejaría la luz que residía en su corazón. Un tiempo en el que nuestro corazón se convertiría en un catalizador y encendería el punto de luz dormido en todas las personas que encontrásemos.
Nos aferrábamos firmemente a esas visiones sabiendo que eran verdaderas. Nos las daban para sustentarnos, para amarnos y sostenernos, hasta que les llegase el momento de manifestarse en el ahora. En ese tiempo de espera nos reunimos con nuestra propia divinidad, cultivamos nuestra propia luz y aprendimos a amar a este cuerpo humano. En 1987, se emitió el primer llamado de alerta a la humanidad. Todos los corazones de la Tierra se alinearon y proclamaron que había llegado el momento. Los hijos de la Tierra dieron su primer paso de bebé hacia la fe. En 1992, se emitió otro llamado de alerta, la Constelación de la Paloma y la Estrella de la Paloma manaron la Conciencia Crística a la Tierra, despertando al profeta dormido en toda la humanidad. El portal 11:11 se abrió y ya no se puede volver atrás. Desde entonces, han despertado millones de personas y han visto su luz interior. Han despertado a su divinidad, reconociendo el rostro de Dios que representan.
Día a día obtenemos un atisbo de lo que vendrá. Nos sentamos ansiosamente, esperando las promesas de un Creador amoroso. Ahora sabemos que nada fue en vano en nuestro viaje porque todo fue parte de la oración de luz. Nosotros fuimos los sustantivos, los pronombres, los verbos y los adjetivos. Ahora sabemos que en realidad nunca olvidamos, que todo fue una ilusión, como lo es nuestra humanidad, como lo es nuestra limitación. Ahora sabemos que la luz vive siempre en cada molécula de existencia.