La Antigua Roma siempre fue hospitalaria con las prostitutas. Ninguna otra cultura, antes o después, albergó tantas distinciones y matices para el oficio más antiguo del mundo.
Para el año 1 d.C. existían alrededor de 32.000 prostitutas registradas en la ciudad de Roma. Entre ellas estaban las Meretrices, las únicas en pagar impuesto por su tarea; las Prostibulae, que ofrecían sus servicios donde podían, las Delicatae, escorts de alta categoría, accesibles únicamente para hombres de posición acomodada; las Famosae, mujeres pertenecientes a las familias patricias que, por necesidad o placer, se ganaban la vida como amantes, entre ellas Julia, hija de Augusto; las Ambulatae, damas que trabajaban en la calle, las Lupae, furtivas prostitutas de los bosques, y, finalmente, las más enigmáticas de todas, las Bustuariae.
Genéricamente se las llamaba Noctilucae, las "polillas nocturnas", mujeres de rasgos particulares, pálidas y estilizadas, que deambulaban por las tumbas en busca de clientes especialmente perversos. Las Noctilucae estaban divididas en dos categorías igualmente inquietantes: las Diabolariae, damas que ofrecían sus servicios en los lugares más imprevisibles, callejones, galpones y baños públicos; y las Bustuariae, las prostitutas de los cementerios.
Séneca menciona de pasada las actividades nocturnas de las Bustuariae, quizás para que no se lo acuse de ser un cliente habitual. Estas mujeres, declara, recorren los cementerios durante la noche, y ofrecen su cuerpo incluso sobre las tumbas y lápidas, además de otros servicios inconfesables.
Las Bustuariae, tal como acusa Séneca, practicaban la prostitución en los cementerios, pero no por placer, sino por la simple razón de que durante el día trabajaban allí como lloronas, esto es, mujeres contratadas para llorar en los entierros, por lo cual conocían perfectamente la geografía extraña y sinuosa de los cementerios romanos; además de esto, y por una errata judicial, en los cementerios no aplicaba la Ordenanza de Opio, ley que prohibía a las prostitutas realizar ciertas acrobacias indecentes en lugares públicos.
Ahora bien, toda oferta proviene de una demanda, y en el caso de las Bustuariae la principal demanda provenía de los deudos a quienes acompañaban en sus lamentos mortuorios. Marco Valerio Marcial señala que muchos viudos, luego de enterrar a sus esposas, se entregaban obsesivamente a las Bustuariae, ya que estas ejercían una especie de encantamiento lacrimoso, una suerte de llanto sensual, acompañado de gemidos y lamentos guturales, que al parecer resucitaban la lujuria de estos desdichados deudos.
Existen varias leyendas oscuras sobre las Bustuariae que las relacionan con fantasías escandalosas, hombres que les pagaban fortunas para que simulen estar muertas, e interactuar sexualmente con ellos incluso sobre la tierra húmeda de las tumbas. Licia, una de las poquísimas Bustuariae que ha trascendido el ámbito prostibulario, alcanzó cierta fama entre las clases altas por atender a sus clientes en los sepulcros y mausoleos de personajes importantes, políticos y generales, ámbito en el que concretaba las fantasías más oscuras de sus parroquianos.
Se dice que las Bustuariae eran parte de una cofradía selecta. Todas ellas compartían una palidez sepulcral, movimientos lentos y acompasados, y una mirada capaz de helar el corazón más intrépido. Marcial, de hecho, apunta con horror la leyenda de Nuctina, la Bustuariae más siniestra de todas.
Los servicios de Nuctina costaban dos áureos (dos monedas de oro); y si alguien veía sus facciones lívidas, perfectas, rápidamente aceptaba ese precio con tal de poseerla. Se dice que luego del sexo, Nuctina se colocaba las dos monedas de oro sobre los párpados cerrados, y acto seguido se introducía en su tumba, sitio sobre el que el asombrado cliente podía advertir una lápida con su propio nombre.
Estos hombres pagaban con su alma el cuerpo de Nuctina, precio que, en opinión de Marcial, no era excesivo.
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