El resentimiento sin perdón suele compararse con lo que sentimos cuando alguien nos debe dinero. Podemos rabiar y echar humo, pero esto no arregla nada si el deudor no tiene con qué pagarnos.
En el asunto del perdón, hay muchos casos en los que el ofensor no puede arreglar las cosas. Es muy raro que sea capaz de poder enmendar las cosas exactamente.
¿Quién puede arreglar la muerte de un hijo o de una hija? ¿Quién puede borrar los efectos de un rumor malicioso? La única salida para la persona ofendida es aceptar la pérdida y tratar de cancelar la "deuda".
Ya hemos visto que ninguno de nosotros es perfecto. Constantemente estamos hiriendo a Dios. Estamos totalmente en deuda con él y nada podemos hacer, como no sea solicitar su perdón. Pero Dios es enormemente generoso. Si se lo pedimos, nos perdona. Por obra de su amor en la cruz, la deuda ha quedado perdonada.
Pero existe una condición. Es preciso que demostremos que hemos entendido el amor de Dios y que nos arrepentimos de veras de nuestro pecado.
Jesús nos lo explicó de esta manera: si aceptamos el generoso perdón de Dios por esta deuda nuestra de muchos millones, estaría totalmente fuera de la cuestión el que, por nuestra parte, nos negáramos a perdonar a los demás una deuda de unos pocos centenares:
"Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden".
Así está escrito en la célebre oración con la que Jesús nos enseñó a orar. El Dios que nos perdona nos exige que nosotros perdonemos a los demás.
Estas son, pues, las dos razones que tenemos para perdonar, que el resentimiento nos hace daño, y que un corazón que no perdona entristece a Dios.
Bibliografía:
Vera Sinton