¿Por qué hay personas tan obedientes consigo mismas? ¿Por qué se autoimponen deberes y obligaciones inquebrantables? ¿Por qué no son capaces de romper con ello en según qué casos?
Hay gente que empieza el día ya cansada. Nada más sonar el despertador, sus cabezas repasan todas y cada una de las obligaciones del día:
Horarios que cumplir.
Tareas profesionales y domésticas.
Viajes de los hijos de aquí para allá.
Encargos que le pidieron sus parejas o sus padres.
Llamadas de rigor a algunos familiares y las felicitaciones de cumpleaños de los amigos (sin pasarse ninguna fecha)…
Sus vida se convierten cada día en una prueba de obstáculos a superar. Al acostarse, resoplan un poco como el que por fin llega a la meta, aunque les invade la duda de si lo hicieron todo bien. Quisieran ser de otra manera, pero sus menten rígidas no se lo permite.
Muchas de estas personas han crecido con un sentido obediente de la existencia. Al contrario de los rebeldes, han aprendido a ACARREAR con las expectativas de los demás que tan buenos dividendos afectivos les dieron en la infancia. Ahora, de mayores, todas estas personas no saben cómo salir de esa condenada visión de la existencia en la que no pueden, o no se atreven, a transgredir sus propias obligaciones.
Nacidas en el crisol de una cultura judeocristiana, muy dada a la exhortación del sacrificio, se convierten en cumplidores y, para colmo, perfeccionistas. Nada les sabe tan mal como defraudar a los demás, tenerles que decir que no pueden, desobedecer a la autoridad, equivocarse en un examen o ser pilladas en un renuncio cuando son el ejemplo perfecto de la virtud y el control.
ESFUERZO Y OBEDIENCIA
Convertirse en un buen niño o una niña buena tiene su precio al cabo del tiempo. Sin apenas darse cuenta, esas personas que demostraron en su infancia disponer de una impecable capacidad de adaptarse a todo se encuentran atrapadas en una curiosa paradoja: convierten la virtud en defecto, es decir, su mayor esfuerzo diario consiste en seguir obedeciendo a las expectativas de los demás, a las normas sociales, a las obligaciones QUE ELLAS MISMAS SE IMPONEN, aunque no haga falta alguna. Siguen adaptándose, solo que ahora el verbo ha cambiado. Ahora “acarrean” con todo. ¡Menudo esfuerzo!
Donde más acarrean los sufridos “buenistas” es ante los deseos, expectativas y normas de aquellos con los que se encuentran vinculados afectivamente. Por un supuesto amor a la pareja, a los hijos o a los amigos, asumen todos los esfuerzos que a los otros les cuestan o, en según qué casos, no les apetecen. Ese mal entendido amor carga con las pesadeces de los demás por mucho que se quejen de ello. Sienten que su destino no es otro que hacerse cargo del sufrimiento ajeno.
Encerradas en el círculo del deber autoimpuesto, se hacen cargo de sus propios lamentos porque, según dicen, “lo que ellas no hagan no lo harán los demás”. Me temo que también piensan que “nadie lo hará como ellas”. Esa creencia, precisamente, es la que sostiene una falsa manera de entender las relaciones. De los actos generosos y altruistas en los que no se espera nada a cambio, esas personas lo viven al revés: porque se esfuerzan en ser generosas y abnegadas, ESPERAN SER AMADAS. Demasiadas expectativas, demasiados sobreesfuerzos para acabar, al final, agotadas e infelices. ¡Malditos hombres buenos! Que diría Nietzsche.
UNA MORAL INFLEXIBLE
Muchas personas no se permiten ser flexibles con ellas mismas, en cambio lo son mucho más con los demás, aunque les pese. Es decir, les consienten lo que no se permiten a sí mismas, lo que revierte en su propia incapacidad de poner límites. Suelen ser hiperresponsables, obedientes a las órdenes jerárquicas, disciplinadas y de una moral inflexible. Aunque aceptan que cada uno haga lo que quiera hacer, ellas no se lo permiten, NO PUEDEN SER “MALAS” CON LOS DEMÁS y, para colmo, se culpan de ello. Si un día se pasan un pelín de la raya, se avergüenzan tanto que la autoinculpación los corroe por dentro.
Muchas personas “obedientes” suelen sufrir de “rigidez mental”, es decir, les cuestan horrores los cambios, no les gustan demasiado las sorpresas y prefieren una vida ordenada e incluso repetitiva, antes que verse envueltas en la peligrosa ruleta del azar.
Cada vez que llamo a una amiga mia que es de este tipo de personas, para quedar con ella, a sabiendas de que le encanta encontrarse conmigo, es incapaz de renunciar a sus programaciones previstas. La pobre se pasa la llamada recitándome la agenda de actividades que tiene previstas o las limpiezas que todavía le quedan por hacer en la casa. No se da cuenta de que la mayoría de tareas son AUTOIMPUESTAS. que no tiene que hacerlo todo, ni nadie le va a pedir explicación alguna. Pero su mente y su moral son inflexibles, no hay espacio para la improvisación.
NO ES NECESARIO COMPLICARSE
Creamos problemas allí donde no los hay. Construimos estados de duda por tener que tomar decisiones que nadie nos pide. Confundimos la insatisfacción con un problema angustioso que se debe resolver. No obstante, la insatisfacción, las heridas, la impotencia, son situaciones, estados que sentimos y que no necesitan resolverse, sino aceptarse. ¡Qué ganas de vivir con problemas!
Hubo un tiempo en el que no había mayor consagración que la de cumplir con lo debido. Hoy, faltar a nuestra fuerza transformadora, a nuestra creatividad, a vivir en lo que amamos, es renunciar al poder de nuestra voluntad. Conquistar nuestra libertad pasa por librarse también del APEGO A UNA OBEDIENCIA EXCESIVA. Nos pueden ser útiles tres posibles instrucciones: ocuparse sin exigir, amar sin imponer condiciones y avanzar hacia los objetivos sin apego por los resultados.
FUENTE:
http://elpais.com/diario/2011/10/09/eps/1318141613_850215.html