Para los griegos era Zeus, el mejor y más grande de los dioses, potente y perfecto; dios de poderío absoluto sobre hombres e inmortales; él es la fuerza símbolo de todas las manifestaciones celestes; potencia soberana que mantiene el orden y la justicia en el mundo e impone la ley moral. Se le representa sentado en un trono de oro y de marfil, con un rayo en su diestra y un cetro de ciprés en la siniestra, mientras un águila de alas desplegadas descansa impasible a sus pies; de larga barba, semidesnudo y con un laurel que lo corona, su aire respira majestad. En su honor los griegos fundaron las olimpiadas en la ciudad de Olimpia. Es el hijo de Rea y Khronos. Su padre había sido advertido por un oráculo de que uno de sus hijos lo destronaría. Así, Cronos quiso burlar su destino devorando a cada uno de sus hijos según salían del vientre de su esposa. Pero Rea, diosa de la Tierra, para salvar a Júpiter, lo parió secretamente de noche y, por la mañana, llevó a Cronos una piedra envuelta en pañales que el dios del tiempo se apresuró a devorar. Cuando Zeus se hizo mayor, destronó a su cruel padre, simbolizando la lucha del bien contra el mal. Pero, antes de emprender la batalla, fue a tomar consejo de Metis, diosa de la prudencia, la cual le entregó un brebaje que haría que Cronos vomitara los hijos que había devorado. Con ayuda de sus hermanos vueltos a la vida, Zeus comenzó una lucha contra Cronos y los Titanes que duró diez años. Júpiter tuvo la ayuda de los Hecatónquiros (gigantes de cien brazos) y de los Cíclopes (de un solo ojo), que estaban enterrados en los subterráneos del Erebo. La lucha fue tan dura que la Tierra, sacudida, lanzaba enormes ruidos al cielo conmovido y el excelso Olimpo retemblaba desde sus cimientos por la fuerza de la guerra. Cuando los dioses vencieron, encerraron a los Titanes en una subterránea región pútrida en el extremo de la Tierra, el Tártaro. Neptuno puso sobre sus salidas una puerta para que ningún monstruo escapara. Una vez obtenida la victoria, Zeus dividió el poder, quedándose para sí el cielo y la tierra. A Neptuno le correspondió la soberanía de los océanos y, a Plutón, la del reino subterráneo o infierno.
Los comienzos de su reinado fueron turbados por la rebelión de los Gigantes, hombres de colosal estatura. Así, cuando Júpiter regía pacíficamente el mundo, sus monstruosos enemigos decidieron destronarle. En el primer combate que el dios de los dioses tuvo con ellos, Júpiter fue vencido y llamó en su defensa a los demás dioses, pero todos huyeron a Egipto ocultándose, excepto Baco. Sólo un mortal, Hércules, acudió en ayuda de Zeus y fue entonces cuando los dioses reaccionaron y se decidieron a participar en la lucha. Entonces pudieron vencer a los Gigantes y hundirlos de nuevo en los abismos del Tártaro. Todavía Júpiter, para conseguir la victoria total, tuvo que vencer a Tifón, siendo apoyado por Hermes y Pan. Aún imperaba el crimen y la injusticia sobre la Tierra. Todas estas fechorías que acontecían motivaron a Júpiter a enviar el diluvio, que convirtió la Tierra en un mar inmenso, desapareciendo las más altas montañas bajo él. Sólo una cumbre sobresalía: el monte Parnaso, en Beocia. Sobre este mar enorme flotaba una frágil barca en la cual iban Deucalión y Pirra, esposos fieles y virtuosos. Guiados por una mano protectora tomaron tierra sobre la cima del Parnaso y esperaron a que las aguas bajaran. Entonces fueron a Delfos a consultar al oráculo Temis (diosa de la ley) quien les dijo que poblaran de nuevo la tierra.