El cuerpo
Pensando en la interacción entre cuerpo y alma, a veces aún nos encontramos atados por la idea de que el cuerpo es material y el alma se añade como fuerza vivificante y gobernante. Esta idea se basa en la experiencia de que los moribundos dan un último respiro, pareciendo que con él también expiren su alma. Y del final de la vida, esta imagen se transfiere también al principio de la misma, similar al relato bíblico de la Creación, según el cual Dios formó el hombre del polvo de la tierra, soplando en su nariz el hálito de la vida.
Pero según nuestro saber, el hombre vivo nace porque las células germinales ? ya animadas ? de sus padres se unen en él para formar un nuevo ser humano. Nuestro cuerpo, por tanto, desde un principio se encuentra animado, convertido en un eslabón en una larga cadena que une a todos antes y después de nosotros, y a todos los que inmediatamente nos rodean, como si entre todos tuviéramos parte en una vida y en un alma comunes. El alma, por tanto, va más allá de nosotros, abarcando también nuestro entorno: nuestra familia, los demás grupos mayores, el mundo en su totalidad. A pesar de este hecho, en un principio experimentamos el alma referida a nuestro cuerpo. Ella dirige su principio, su crecimiento, la transmisión de la vida por él, y, al cabo de un tiempo, también su muerte.
El yo
Sin embargo, también nos experimentamos como mirando desde fuera al cuerpo y al alma que lo anima, como si en nuestro interior tuviéramos un centro que hablara con el cuerpo y su alma, asintiendo a sus movimientos o resistiéndose a ellos, intentando elevarse por encima de ellos, o sometiéndose de buena voluntad o con impotencia. En este centro, pues, nos experimentamos tanto libres como atados frente al cuerpo y al alma. Solemos definir este centro como el yo. Sin embargo, tan sólo disponemos de esta experiencia del yo porque el cuerpo y el alma que anima a éste tienen su propia conciencia y su propia voluntad, que tanto asienten como se resisten al querer del yo. Esta interacción favorece o amenaza al cuerpo, y la observación y la experiencia nos permiten saber cuándo le sirve y cuándo lo perjudica.
Yo y cuerpo
Por regla general, asociamos con el yo el estado consciente, la razón, la libre voluntad, control y rendimiento. Sin embargo, no todo lo que el yo pretende es razonable y libre, porque el yo es también impulsivo y, muchas veces, ciego. Este sería el caso de los temerarios, los imprudentes o los ascetas, que enfrentan a su cuerpo con exigencias que ponen en peligro su salud. El cuerpo se resiste, por ejemplo, cayendo enfermo, perdiendo fuerzas, hiriéndose o doliendo. De esta manera hace reaccionar y entrar en razón al yo. Así, el cuerpo y el alma que lo gobierna se muestran más conocedores y sabios que el yo. A través de ellos, el yo encuentra sus límites y, asimismo, se convierte en conocedor y sabio respetando estos límites.
En la Biblia se encuentra una historia que puede servirnos de parábola:
Cuando el profeta Balaam, en contra de la orden de Yahveh, quiso ir a los moabitas para bendecirlos en vez de maldecirlos, su burra lo apartó del camino porque vio al íngel de Dios delante de sí, cerrándole el paso con la espada desenvainada. Pero Balaam la pegó hasta que volvió al camino.
Después, pasaron por una cañada, y de nuevo la burra vio al íngel de Dios con la espada desenvainada. Así, se arrimó contra la pared, hiriendo a Balaam; y de nuevo la pegó hasta que volvió al camino.
Más adelante, la burra nuevamente vio al íngel de Dios con la espada y se echó en el suelo con Balaam encima, negándose a seguir.
Balaam se enfureció de tal manera que hubiera querido matarla. Pero en ese momento, la burra giró la cabeza y le dijo:
No soy yo tu burra, y me has montado desde siempre hasta el día de hoy? ¿Acaso dejé de servirte alguna vez?
Entonces también Balaam miró hacia delante y vio al íngel de Dios con la espada desenvainada, cerrándole el paso.
Es decir, existe una parte ciega del yo que le exige al cuerpo algo negativo que le perjudica. El cambio hacia una mejora para el cuerpo y el alma, por tanto, se inicia con la comprensión por parte del yo. Esta comprensión es, sobre todo, un percatarse de los límites del cuerpo, de los límites de nuestra salud y de los límites de nuestra vida. Esta comprensión resulta fructífera cuando el yo también asiente a ella, lo cual es humildad. La comprensión nos hace conocedores, pero sólo la humildad nos hace también sabios.
Frecuentemente, el yo tan sólo alcanza esta sabiduría a través de la enfermedad y del sufrimiento. La enfermedad y el sufrimiento purifican al yo y repercuten de manera curativa en el cuerpo, una vez llegado al conocimiento el yo. Así, muchas veces una enfermedad primero tiene que concluir su influencia purificadora y aleccionadora sobre el yo antes de poder cesar y desaparecer.
Por otra parte, también el yo influye de manera beneficiosa sobre el cuerpo, sobre todo el yo esclarecido. Esclarecido significa aquí que sea consciente tanto de sus posibilidades como de sus límites, y que, más allá de sus deseos y de sus miedos impulsivos, se atenga a la mera verdad perceptible. Purificado significa que esté en sintonía y en armonía con el alma, inconsciente para él en gran parte, pero, a pesar de todo, conocedora a un nivel mucho más profundo que el yo.
A este yo esclarecido le debemos la Medicina científica, el conocimiento de las patologías, la Higiene, la Cirugía y la Farmacología.
Pero también pienso en la Sicología y la Psicoterapia con sus conocimientos del trasfondo inconsciente de comportamientos enfermizos y con sus métodos para actuar sobre tales comportamientos, por ejemplo, a través del análisis, de la terapia de la conducta, de hipnoterapia, de programación neurolinguística, para sólo citar unos cuantos. De esta manera, el yo esclarecido disciplina tanto al cuerpo como al alma, desarrollando las capacidades de éstos más allá de la mera salud física.
Aún así, también la Medicina y la Psicoterapia, y con ellas también el yo que intenta oponerse al carácter efímero de la vida, topan con límites que los detienen. Ya que, al cabo de un cierto tiempo, toda persona enferma, se debilita y se muere. El alma asiente a este movimiento hacia la muerte, porque alcanza a ambos ámbitos y, así parece, perdura en ambos. Ella anhela volver y está en armonía con este movimiento.
Freud llamaba este anhelo el impulso de muerte. No obstante, se trata de un movimiento sumamente consciente y alerta, porque en lo hondo, el alma, y con ella el cuerpo, anhela volver al origen del que nace y al que vuelve la vida.