Cuando un amor depende exclusivamente de los sentimientos, al momento que éstos cambian, se acaba.
Cuando un amor depende de la conveniencia o interés económico, al arribar un revés de la fortuna, se esfuma.
Cuando un amor depende de la rutina diaria o de la costumbre, al paso del corrosivo tiempo, se desgasta.
Cuando un amor depende únicamente de la atracción física, al encontrarse con un ser más bello, se escapa.
Cuando un amor se sustenta solamente de ilusiones y sueños, al surgir la inevitable realidad, se frustra.
Cuando un amor se alimenta tan sólo de una encendida pasión, al agotarse el fuego candente, se apaga.
Cuando un amor se sostiene de un apego o de un férreo control, al crecer y tomar conciencia de ello, se libera.
Cuando un amor se sostiene por el “que dirán” de la sociedad, al estar escuchando a otros, de sí mismo se olvida.
Sin embargo, ¡qué diferente es ese amor que nace de un real deseo por hacerle el bien a otro ser!, ese vínculo que se nutre siempre del dar más que del tener, que puede aceptar y también entender; un amor que logra trascender tiempos, distancias o mil dificultades, que valora, ayuda y perdona, sin importar las apariencias ni edades.
Ese amor que puede confiar en su naturaleza, que es eterna, constante, porque se apoya en Dios y en el compromiso libre de dos voluntades.
Sí, vivimos épocas de amores apócrifos; de esos que vemos aparecer en pantallas de las salas de cine o en la TV, y que se fabrican al vapor pero, mejor respóndete tú: ¿en qué crees que se está apoyando tu amor?